Habían pasado cerca de tres días desde que la emperatriz se encerró en el estudio imperial. Afuera, el palacio seguía su rutina amortiguada por el silencio de los sirvientes y la inquietud del Consejo. Pero dentro de esas paredes cubiertas de libros y retratos polvorientos, ella había descendido al infierno.
Solo salía para lo imprescindible. No hablaba. No comía más que pan seco y agua. Su rostro estaba pálido, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño. La ropa se le arrugaba sobre el cuerpo, y su cabello, recogido de forma descuidada, caía como telarañas sobre sus sienes. El aire olía a tinta seca, cera de velas y desvelo.
Las montañas de documentos que cubrían el escritorio y el suelo parecían multiplicarse a cada hora. Tratados, informes, correspondencia cifrada, anexos diplomáticos… Los había leído todos, uno por uno. Cada hoja era una daga. Cada rúbrica un crimen.
Lo que había descubierto le había cambiado la sangre.
El imperio de su esposo, ese que por generaciones se había alzado como ejemplo de estabilidad y riqueza, estaba hundido hasta el cuello en una deuda colosal. Las guerras, celebradas como grandes gestas heroicas, no habían sido pagadas con oro del tesoro nacional… sino con préstamos del Este. Préstamos firmados a espaldas del Parlamento, bajo condiciones impensables, con intereses tan agresivos que se comían vivas las arcas estatales.
Y lo peor: muchos de esos contratos estaban sellados con su firma. Una firma falsificada.
—Par de bastardos… — Murmuró, apenas con voz, apretando con fuerza uno de los papeles entre los dedos.
Pero no era solo la deuda. Esa mañana, había encontrado algo aún más devastador.
Un decreto oculto entre los informes del tesorero mayor. Firmado apenas unas semanas antes de su muerte. En él, el emperador autorizaba la emisión masiva y descontrolada de moneda imperial, como medida desesperada para pagar los intereses de la deuda y calmar los rumores en la Corte.
Un acto suicida.
Había liberado cantidades colosales de billetes sin respaldo real, inundando el mercado interno con moneda sin valor. Y como era de esperarse, la inflación había estallado como una bomba de fuego. Los precios de los alimentos básicos se duplicaron en semanas, la leche, el pan, el huevo y las semillas los principales ingredientes de consumo de sus habitantes ahora eran inaccesibles. Los pequeños comerciantes quebraron. Los salarios perdieron su sentido.
Aun con la respiración entrecortada, la emperatriz se irguió en su silla como si el aire denso del estudio ya no pudiera retenerla. Llamó con firmeza al mayordomo.
—Hazlo pasar. Que venga ahora. —Su voz era gélida. Decidida.
—¿Alteza?
—Sir Isaías. Dile que tengo asuntos urgentes que tratar con él. Y que no tarde.
La puerta se abrió con fuerza.
—¿Me ha mandado llamar sin previo aviso? — La voz de Sir Isaías retumbó en la estancia con una arrogancia casi insultante —. Su Alteza comprenderá que a pesar de que usted me excluyo de las tareas principales de la corona. No soy un sirviente al que se le hace comparecer como a un perro.
Entró erguido, impecable, como si aún tuviera el control. Ahora entendía la mirada de la otra vez. Era la mirada de un perro al cual lo estaban a punto de regañar por los errores que cometió.
—Evidentemente, no lo eres, Sir Isaías — Respondió ella sin mirarlo, la voz afilada como hielo —. A un perro, al menos, se le puede enseñar lealtad.
Isaías frunció el ceño, desconcertado. Cerró la puerta tras de sí con brusquedad.
—¿Se puede saber a qué viene este tono?
Ella se puso de pie lentamente, cada movimiento medido, cargado de la gravedad de quien ya no tiene nada que perder.
—¿Cuánto tiempo llevas mintiéndome?
—No entiendo la pregunta.
—Oh, claro que la entiendes — Avanzó hacia él, sin quitarle los ojos de encima—. ¿Cuánto tiempo llevas firmando documentos con mi nombre?
—¿Disculpe?
—Mi esposo era inteligente, pero no lo suficiente como para recrear mi firma sin notar que yo no cierro la “E”. Así que te pregunto ¿Cuánto tiempo llevas vendiendo este imperio como si fuera una mercancía más? ¿Desde cuándo decidiste que el trono era tuyo para manipularlo a placer?
—¡Le ruego que se modere! — Espetó Isaías, visiblemente ofendido —. ¡He servido a esta corona desde antes que el príncipe heredero haya nacido! Su majestad el difunto emperador me confió a mí sus actividades incluso antes de volverme secretario. He sido yo quien ha mantenido sus tareas a la perfección mientras usted asistía a bailes y hacía bordados para los festivales de primavera. Si ahora vienen a buscar culpables, es porque no comprenden el peso de gobernar.
La bofetada que no llegó a darle se reflejó en su mirada. Pero esta vez, no necesitaba levantar la mano. Su voz bastaba.
—Tú no sostuviste el imperio — Dijo, avanzando hasta tenerlo a un palmo de distancia —. Tú lo hipotecaste. Lo vendiste al Este. Te escondiste detrás del emperador y lo empujaste a cometer errores imperdonables. Usaste mi firma. Usaste mi silencio. Y ahora vienes a hablarme de deber.
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Editado: 26.06.2025