Sénofe estaba feliz de ver cómo Maya se había encariñado con Ren y él con ella. La pequeña había convertido en costumbre el acompañarle cada vez que se reunía con él en el bosque, cosa que al joven no le molestaba en absoluto. A pesar de lo centrado y cabal que era siempre, cuando estaba con la niña parecía relajarse y dejarse llevar por la alegría de una forma totalmente infantil e inocente. Parecían dos compañeros de juego y la confianza era tal que la chiquilla había empezado a llamarle «hermanito».
Ese día, cuando el ocaso comenzaba a apoderarse del cielo cristalino, el Remediable y la pequeña dejaban atrás el bosque para internarse en las estrechas callejuelas de Marena. Cesaron su paso una vez se hallaron frente a uno de los numerosos y coloridos portales de madera que se sucedían a lo largo del pintoresco camino.
Entraron en una modesta pero muy acogedora casita, en la cual vivía Maya y él ocasionalmente. Saludaron a Madame Larissa, la encantadora señora que cuidaba de la niña: él con un suave apretón de manos, y la cría, se abalanzándose a sus brazos con premura, lo que la mujer acogió con gran cariño.
–¿Cenará esta noche con nosotras, Maestro? –preguntó Larissa aún con la chiquilla aferrada a su falda.
–Nada me gustaría más, pero me temo que hoy será imposible.
–Una lástima, será la próxima vez entonces.
La sonrisa que Sénofe le dirigió respondía por él.
Tras despedirse de ambas y prometer a Maya que al día siguiente volvería
a llevarla de paseo y a ver a Ren, salió con tranquilidad de la vivienda para dirigirse a la Residencia de la Orden que él mismo dirigía.
A medida que avanzaba por las calles era objeto de reverencias, gestos y saludos afables, a los cuales él respondía conla misma sinceridad y alegría. A pesar de lo menospreciado que se sentía en esos momentos por gran parte de su congregación y lo arrinconado que lo estaban dejando muchos de sus compañeros de la Orden desde la intrusión de Sustra en el poder, le congratulaba de todo corazón que las gentes de a pie por las cuales siempre había velado, siguieran demostrándole ese afecto que siempre le brindaron.
Era reconfortante a pesar de los tristes y malos momentos que atravesaban, aunque solo él y unos pocos más eran conscientes de ello.
Una vez frente en la entrada de su residencia paró en seco, extrañado por el jaleo que parecía haber dentro. Agudizó el oído, pero solo diferenciaba voces superpuestas y poco claras por lo que se apresuró a entrar.
Le sorprendió cuando al abrir el portón varios guardias imperiales de Sustra se encontraban en el amplísimo vestíbulo, rodeados por Ordenados de todas las categorías. Los más jóvenes y de menor rango se asomaban, apiñados unos sobre otros, en las escalinatas, lo que daba a entender que habían salido de sus habitaciones incluso a sabiendas de que no les estaba permitido. Pero la sorpresa fue aún mayor cuando al reparar en su presencia el silencio se apoderó del lugar y todas las miradas se posaron sobre su persona.
–¿Se puede saber qué está ocurriendo? –inquirió imponente–. ¿Qué se supone que hace la guardia del Rey aquí?
–¡Maestro!
Reconoció la voz de Karto, que se abría paso entre el tumulto para aproximarse a él.
–Señor, he intentado detenerles. Pero a la fuerza han entrado en sus aposentos en busca de yo-no-sé-qué-cosa…
–¿Cómo? –preguntó indignado y elevando la voz, dirigiéndose a los extraños–. ¿Con qué derecho?
No halló respuesta alguna. Tan solo sintió cómo dos de esos hombres se le acercaban peligrosamente y le agarraban de ambos brazos para luego tirar de él carentes de toda delicadeza y cuidado. Se resistió y opuso tratando de soltarse, pero no se lo permitieron.
–¿Qué creen que están haciendo? –gritó el Segundo tratando de liberar a su Superior de los captores–. ¡No pueden tratar así al Remediable de la Orden!
Fue entonces cuando otro de los centinelas aferró sin ningún miramiento a Karto para apartarlo con violencia, haciendo que cayera de bruces. Varios Ordenados se acercaron y le ayudaron a levantarse entre las indignadas quejas y gritos de cada uno de los presentes. Entonces se oyó, por encima de todos, el sonido de una voz que Sénofe conocía demasiado bien.
–Por favor, silencio, hijos míos –dijo con tranquilidad e inquietante firmeza Neito–, pues estos hombres están cumpliendo con su deber.
Por un momento Sénofe tragó saliva, sin creer lo que estaba escuchando. Era consciente de la rivalidad que había entre ellos desde hacía años, pero pensar en que ese anciano era el causante de tal vejación para con él le resultaba por completo absurda.
O quizá no tanto.
–¿A qué te refieres, Neito? ¿Tú has provocado esto? –interrogó con brusquedad Sénofe.
–Al contrario que tú, yo jamás intentaría traer el caos a esta honrada congregación, amigo mío –hablaba con tanto remanso que le erizaba la piel–. Pero no puedo permitir que continúes engañándonos y manches nuestro buen nombre –dijo, pretendiendo sonar afectado.
–¿De qué estás hablando? ¿Qué has inventado, rufián? –vociferó abruptamente el Remediable, intentando zafarse inútilmente de los guardias que lo tenían preso.
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Editado: 10.10.2024