La Sombra del Arcano I: Conjunción

7. ALGUIEN EN QUIEN CONFIAR (parte I)

Tras varios días encerrado en esa fría y poco acogedora celda llegó el momento de salir a la luz del día. Aunque, de haber podido escoger, habría preferido permanecer enclaustrado por más tiempo. Transitar las calles que recorría hacía poco cuando disponía de su libertad, custodiado por cuatro guardias y esposado, le hacía sentir una lacerante agonía en el pecho. Ver cómo la gente que antes le mostraba afecto y respeto ahora le brindaba su desagrado sin tapujos, resultaba más doloroso de lo que nunca llegó a imaginar. Le destrozaba convertirse, a cada paso que daba, en el objeto de críticas abiertas y carentes de censura. La situación le superaba, provocándole una vergüenza y humillación que jamás creyó que llegaría a sentir. Al menos no a causa de sus, hasta entonces, apreciados conciudadanos.

Generalmente los presos eran llevados a la Corte de Justicia en carruaje, pero no fue ese su caso. Quedaba claro que quién fuera que había dispuesto que él fuese andando, encadenado de pies y manos y vigilado, solo tenía la intención de degradarlo a lo más ínfimo. Quería hacerle pasar por esa deshonra que a cualquiera le mermaría por dentro. Y lo cierto era que Sénofe no necesitaba de mucha predisposición para tener aquellos sentimientos; aunque, no cambiaría lo que en el pasado hizo y que hoy era motivo de su sentencia. No sabía hacia dónde dirigir sus ojos, mirara donde mirase, solo hallaba desprecio envuelto en insultos y ofensas.

Larguísimos se le hicieron los minutos que tardó en atravesar las puertas del juzgado al que le asignaron, pero el recibimiento allí no fue mejor. El lugar estaba a rebosar de gente que gritaba y, alguno que otro, también arrojaba bolas de papel u otrasobjetos pequeños. Los que días antes eran sus compañeros y amigos de la Orden lo miraban ahora inquisitivos y con una superioridad en sus rostros que le repugnaba. Algunos de ellos incluso mostraban cierta satisfacción al verle allí así, rebajado y a su merced.

Se percató entonces en unos ojos que lo atravesaban mostrando especial gozo y deleite ante su situación. Y esa fría e indolente mirada pertenecía a Neito, como no podía ser de otra manera. Quién sino él, artífice de todo aquello y quien hubo provocado tal circunstancia, se regocijaba sin intención de ocultarlo, desafiándole y sabiéndose por completo vencedor. Y así era, pues Sénofe sabía bien que un juicio era inútil. Que el veredicto estaba decidido de antemano.

Para su sociedad, lo que él había hecho, no tenía perdón.

Una vez la sala estuvo llena y en silencio los tres jueces de la mesa presidencial se sentaron. Supo que no habría ni la más mínima benevolencia cuando reconoció a quienes componían el jurado: Neito en representación de la Orden, el alcalde –nombrado e impuesto por el rey de Sustra–, supuestamente en representación del pueblo, y el mismísimo monarca, que se situó entre los otros dos. El Remediable fue espectador de cómo aquel Tirano era vitoreado hasta la saciedad. El exacerbado clamor comenzó desde el primer momento en que aquel reyezuelo asomó la enorme nariz por la sala. Fue tan desmesurado que a cualquier hombre normal –lo entendido como «normal» no tenía cabida en él– incluso le habría parecido insultante.

Por suerte, entre las decenas de personas que había, Sénofe fue capaz de reconocer algunos rostros familiares que le miraban con piedad y empatía. Le sonreían con tristeza y le dedicaban tímidos gestos de ánimo, cosa que consiguió reconfortarle lo suficiente como para sentirse un poco más capaz de enfrentar todo aquello. Estaba ahí, sentado y esposado en pleno centro de la habitación. Los insoportables murmullos solo cesaron cuando el Tirano alzó la mano exigiendo silencio. Dio paso entonces a Neito, que se dispuso a hablar.

–Nos encontramos esta mañana en la Corte de Justicia con el designio de sentenciar al Hermano Sénofe Baicer el, hasta hoy, Remediable y mandatario de la Orden del Sur, por los crímenes cometidos.

Hizo una pausa para permitir un cierto alboroto de abucheos y burlas con una expresión de satisfacción tal que ni pretendiéndolo podría haberla ocultado. Pasaron varios segundos, eternos para Sénofe, hasta que continuó con el regocijo que le producía su propia exposición.

–En primer lugar y como objeto principal, el incumplimiento y deliberada violación del mayor de los votos de un Ordenado de tal rango: la castidad. Y no con cualquier mujer. Sino que nada menos con la que fuera nuestra apreciada Sacerdotisa Xusa, quien también debía guardar celibato y pureza por su condición.

Los gritos e imprecaciones de los presentes se hicieron mucho más sonoras, dirigiendo palabras de pura ofensa y malsonantes ya no solo al preso, sino también a la fallecida Sacerdotisa, lo que al Remediable le hervía la sangre.

Se pidió silencio en contadas ocasiones hasta que por fin el indeseable Ordenado pudo proseguir.

–Y por si tal acto no hubiera sido lo bastante pérfido e impúdico, de la unión de ambos traidores nació una bastarda que cuenta ahora con ocho años de edad –alejó el papiro que sostenía de su línea de visión, adelantándose y posicionándose ante el acusado para dar más dramatismo y énfasis a su dictamen. Elevando paulatinamente la voz, como alguien que muestra una increíble indignación por una inesperada y dolorosa decepción, continuó–. Nos hicieron creer a todos que la habían acogido por bondad, haciendo alarde de sus buenas intenciones y sana moralidad. Mas lo cierto es que la verdad fue ocultada a sabiendas y con premeditación; al igual que la relación que ambos mantuvieron durante años ¿Acaso debería esto quedar impune? –entonces alzó ambos brazos al aire–. Hemos sido engañados y traicionados por nuestros mayores ejemplos, nuestros Maestros –la gente le ovacionaba con gran disposición–. Yo pido la sentencia máxima –arguyó– para él y para su aberrante hija. Pido muerte.




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