La Sombra del Arcano I: Conjunción

8. UN CAMINO A ELEGIR (Parte I)

Todavía le resultaba inconcebible todo lo que Dasten le había contado. No importaba las vueltas que le diera pues la realidad, a pesar de ser tan complicada y sibilina, era la que era. No podía luchar contra ella, ni tampoco negarla. Y eso le causaba un estado de malestar y displicencia enormes. ¿Cómo podría lidiar con esa parte suya tan irreconocible y poderosa cuando quisiera hacer acto de presencia? Por lo que su tío le explicó, dentro de la poca información al respecto que podía darle, tanto su parte humana como la divina lo conformaban por igual. Él era una persona, una normal, solo que con unas capacidades especiales que se escapaban al entendimiento humano. «Y tanto que se le escapaban» pensó, pues lo que era él no se podía resumir en un concepto tan sencillo y escueto como el término de semidiós.

Sabía que lo último que Dasten pretendía era darle algo más por lo que preocuparse, pero, ¡por el Supremo! Ésta era una información tan relevante, una verdad tan plena, que podría cambiarle la vida por completo en cuanto a lo que él siempre había deseado que fuera. Aunque su tío le dijera que era un humano como todos, los dos sabían que eso era falso; que jamás lo fue y que jamás lo sería. Qué podía saber él. Era muy fácil verlo desde su posición. No era él quien tenía algo dentro que le reconcomía para querer salir de forma incontrolable. Él no era capaz de entender la presión y el miedo que sentía cuando eso se hacía dueño de su ser. Perdía y entregaba sin remedio su consciencia a algo desconocido y tan omnipotente que parecía que pudiera hacer que su ser actual desapareciese en el momento en que se dejara llevar.

Estaba enfadado. Muy enfadado. Con su tío y con todos. No quería ni hablar ni ver a nadie. Era cierto que solo Dasten sabía la verdad, o al menos eso creía, y los demás no tenían culpa de nada. Pero no se sentía con ganas siquiera de rodearse de gente. Solo quería pensar, pensar y pensar. Eran muchas las preguntas que se sucedían y a las que quería dar respuesta, aunque lograr esclarecerlas le daba verdadero pavor. Nunca se había sentido tan confundido y perdido como ahora.

Llevaba horas sentado en aquel jardín oculto y selvático, a causa del cual se había enterado de toda aquella verdad, cuando notó movimiento a su lado.

–¿Por qué tan solo, peque?

–Hola, Doralia –respondió sin siquiera mirarla y haciendo caso omiso a ese apelativo con el que siempre se dirigía a él.

La muchacha se sentó en la espesa hierba junto a él y le observó con detenimiento y atención, tanto, que a los pocos segundos Kyo empezó a incomodarse y volvió la vista hacia ella.

–¿Qué?

–Es raro verte tan serio. ¿Estás bien? –Bueno… Supongo que podría estar mejor. –¿Y puedo preguntar por qué?

Por toda respuesta el negó con la cabeza con lentitud y desgana, pero a ella no pareció importarle.

–¡Con lo amigos que nos hemos hecho! –dijo ella con una enorme sonrisa que dejaba ver su perfecta dentadura.

–¡Si nos hemos visto tres veces! –respondió Kyo enarcando una ceja y contagiándose por la alegría de ella.

–Pues lo que yo decía –dijo Doralia, esta vez revolviéndole el pelo con la mano.

–¡Oye tú! Mi pelo no se toca –rió el chico dándole un levísimo empujón a ella, a lo que ésta respondió lanzándose a hacerle algo de cosquillas y ahí lo desarmó.

Cuando se trataba de cosquillas Kyo siempre perdía.

–Vale, vale, me rindo –decía entre carcajadas–. Por favor, para.

–¡Genial!

Aunque como bien decía él se habían visto en contadas ocasiones, lo cierto era que la presencia de la muchacha le imbuía al positivismo. Siempre acababan riendo, como si fueran antiguos y buenos amigos. Era una buena compañía para él en aquel momento tan desapacible por el que estaba pasando.

–Bueno, ahora en serio, peque –se aventuró ella–. Solo te voy a dar un consejo: si lo que te preocupa tiene solución, pues soluciónalo cuanto antes. Pero si no la tiene de nada sirve amargarse, así que a reponerse y aprender a vivir con ello.

Kyo enarcó de nuevo una ceja, divertido, ante tan demoledor argumento.

–Lo tuyo desde luego es la filosofía, ¿eh?

–¡Oye no te rías! –respondió ella sonriendo por lo bajo–. Puede parecer que no he dicho nada trascendental, pero piénsalo y verás como tengo razón. Agobiarse es tontería, así como no solucionar lo que se puede también lo es – lo decía con una mano en el pecho y otra en alza como quien parafrasea una importantísima lección–. Esta es mi filosofía de vida.

–Ya veo… –le aplaudió él siguiéndole la corriente–, y acabas de solucionarme la mía.

–No hace falta que me lo agradezcas –dijo guiñándole un ojo, e inmediatamente cambió de tema–. ¿Te hacen unas patadas?

Él jamás decía que no a un entrenamiento de lucha cuerpo a cuerpo, y no iba a ser esta la primera vez. Así que se levantó y se puso en posición, curioso por ver lo que tenía para ofrecer esa chica en un enfrentamiento. Y ella hizo lo mismo. Alzó los puños a la altura de sus hombros y adelantó una pierna lista para atacar.

–A ver cómo te defiendes, peque.

Aquella extraña joven de diecisiete años había empezado a llamarle la atención. Su manera de comportarse y esa alegría que irradiaba le resultaban muy atrayentes, como si con su sola compañía pudiera hacer que su mente olvidara el desasosiego que sentía. Le gustaba pasar tiempo con Doralia ya que la veía como un reflejo de sí mismo. Desde luego parecía haber encontrado la horma de su zapato.




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