La Sombra del Arcano I: Conjunción

10. SENTIMIENTOS CRUZADOS (Parte II)

La enorme extensión de tierra que se abría ante ellos, una vez dejaron atrás la zona principal de Kanerin, llamó en particular la atención de Kyo. La ciudad, de pocos habitantes, parecía más pequeña de lo que en realidad sería. Y las calles, de exagerada estrechez, confluían y enlazaban entre sí formando una desordenada maraña de confusos caminos. Pero una vez salías a las afueras el terreno que se hallaba era tan amplio y uniforme que parecía no tener fin.

Con muchos metros de distancia entre ellas se erigían construcciones y granjas aisladas rodeadas de innumerable ganado y plantaciones. Desde luego, si en la ciudad el ahogo por la falta de espacio resultaba agobiante, aquellos lares que se expandían a su alrededor no dejaban de sorprender dada la sensación de libertad que proporcionaba tan grandes dimensiones terrenales.

–Jamás había visto algo así –confesó Kyo llevando sus ojos sin parar de un lugar a otro.

–Supongo que, a quien no está acostumbrado, este sistema de vida le puede resultar curioso –respondió ella mientras dictaba el camino a seguir con pleno conocimiento–. Esa que se ve al fondo, la tercera, es mi casa –dijo alegre y apresuró el paso.

La vivienda era bastante grande al menos desde el punto de vista externo. Los muros estaban levantados sobre una piedra grisácea, en apariencia pulida y muy lisa. Y con revestimientos de oscura y robusta madera en las esquinas y el tejado. En la parte delantera, a la entrada, bordeado por un espeso follaje, incontables florecillas de diversos colores y especies conformaban un cuidado jardín que parecía dar la bienvenida a cualquiera que se dispusiera a acceder por la puerta principal.

–Es precioso –observó el muchacho.

–A mi madre le encantará saberlo –contestó Doralia con una enorme sonrisa–. Casi todos los días da un repaso de arriba abajo al vergel para que quede perfecto.

–Debe de dedicarle muchísimo tiempo…

–Ni te lo imaginas. Pero le encanta hacerlo; lo malo viene cuando nos obliga a mis hermanos y a mí a ayudarla, no sabes lo persistente que puede llegar a ser –dijo con gracia–. Que, por cierto, ahora debe de estar en la cuadra.

Y allí la encontraron.

La mujer, al ver a su hija, salió corriendo como una bala y la atrapó en un fuerte e interminable abrazo, gesto al que la chica respondió sin pensarlo dos veces. Se veía que ambas estaban muy emocionadas por reunirse de nuevo, aunque la más mayor lo dejaba ver con mucha más efusividad y las lágrimas de alegría que corrían por sus mejillas eran clara muestra de ello.

Kyo observaba la escena con atención. Irradiaba tal ternura y sincero afecto que no pudo evitar que su mente evocara fugaces pero muy nítidos momentos similares a los que él compartió en el pasado con su difunta madre. Verlas a ellas, tan felices de encontrarse, le proporcionaba mucha satisfacción y alegría, pero también, y no podía negarlo, despertaba en su interior un poco de envidia y desazón; pues ese tipo de situaciones le hacía recordar que ni él ni Naga podrían jamás volver a sentir el calor del abrazo de una madre.

Se dio cuenta entonces de la triste sonrisa que trazaban sus labios y se esforzó por borrarla. No quería ser un motivo de preocupación o disgusto para esa familia que se veía tan unida. Era un momento de dicha, no sería él quien lo estropeara.

–¿Pero a quién tenemos aquí? –preguntó la mujer mirando en dirección al muchacho–. Qué joven tan apuesto.

–Te presento a Kyo, mamá –dijo la muchacha obviando aquel comentario–. Es quien me ha convencido para hacer este viaje y, a pesar de su apariencia, aquí donde lo ves, es un hechicero más que poderoso.

Aquella aduladora carta de presentación hizo sonreír internamente al chico, pero no dio muestra de ello más allá de articular un tímido «muchas gracias».

–Un gusto, señora –formuló con educación y reverenciando un poco su cabeza.

–Lo mismo digo, jovencito –respondió ella, alejándose de Doralia y cogiéndole con suavidad del brazo–. Sé bienvenido a nuestro humilde hogar. Estás en tu casa.

Una vez entraron en la maciza vivienda se toparon con una niña que, sin tener que estrujarse los sesos, el chico pudo deducir que se trataba de la hermana de su amiga. Eran casi como dos gotas de agua: ambas de tez bronceada y pelo moreno, quizá el de Doralia algo más oscuro, y completamente lacio. Los ojos de las dos hermanas eran grandes y marrones, bordeados por largas e innumerables pestañas. Lo cierto era que tanto ellas como su madre eran muy guapas, eso era algo que saltaba a la vista.

Semina, que así se llamaba la chica, era la hermana menor de Doralia y, por tanto, la más pequeña de los tres. En primera instancia a Kyo le dio la sensación de que era bastante reservada y nada dicharachera en comparación con su hermana, aunque no le fue una sorpresa ya que durante todo el viaje la morena no había dejado de hablarle de su familia y de los característicos rasgos de cada uno de sus componentes, así que podría decirse que ya los había conocido de antemano.

–¡Que me golpeen si lo que están viendo mis ojos es una ilusión!

Todos viraron al escuchar esa voz que se perdía al fondo de la habitación, escaleras arriba, donde sobre el primer escalón y con muletas se tenía en pie un hombre con una espesa barba y aún más moreno que las dos muchachas.

–¡Papá! –gritó Doralia al reconocer aquella figura subiendo en zancadas los peldaños para, con gran ímpetu, lanzarse a los brazos del hombre–. ¡Qué alegría verte en pie!




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