La Sombra del Arcano I: Conjunción

13. CONSTERNACIÓN

–No pienso quedarme aquí por más tiempo –sentenció de nuevo mientras, no sin dificultad, comenzaba a vestirse.

Dasten lo miraba con desaprobación. Había intentado hacerle entender que no era prudente, ni tenía sentido alguno, que se marchara a Entiket.

–Kyo, por última vez –repitió tratando de inculcarle algo de sensatez al chico–, en el estado en que te encuentras sería una locura aventurarte en un viaje tan largo. Además, si pretende atacar a Naga, nada más que con el tiempo que nos llevaría llegar a Entiket, sería tarde. No es la solución.

–Maldita sea, Dasten, ¿entonces qué pretendes que hagamos? –alzó la voz el muchacho, exasperado–. ¿Esperar a que le haga daño y entonces decidir actuar?

–Ni siquiera sabemos si ya se ha presentado ante ella, Kyo –intervino Rigano, que permanecía apoyado sobre la pared con los brazos cruzados–. No sabemos si ya está en su poder.

Ambos lo miraron y la expresión del Director mutó a una de verdadera preocupación. La de Kyo, en cambio, se volvió torvo.

–No se te ocurra volver a decir eso –le espetó el Guardián endureciendo el semblante y sonando, si no peligroso, sí algo amenazante.

–Es una posibilidad a tener en cuenta –respondió el hechicero sin achantarse lo más mínimo ante la inquisitiva mirada del chico–. La más probable, de hecho. Y tenemos que asumirla.

–Rigano tiene razón, hijo –secundó el Director, intentando suavizar la tensión que acababa se había formado en cuestión de segundos–. Si Evolisse te confesó que iría a por Naga, te aseguro que se encargará de hacerte saber que está en su poder cuando así sea. No tendría sentido que fuera de otra manera.

Kyo le miró incrementando por momentos el enfado que inundaba su rostro.

–¿Cómo puedes hablar con tanta frialdad? –le increpó, conteniéndose por no gritarles a pleno pulmón–. ¡Es Naga de quien hablamos, mierda!

Calló un instante para tragar saliva y pensar en sus propias palabras, sintiendo verdadero terror.

–No puede quererla para nada bueno —mumuró—. La matará…

–No lo hará –concluyó su tío–. Querrá utilizarla como un cebo para atraerte. ¿No lo ves?

–Eso no lo sabes…

–No, pero pondría la mano en el fuego y te puedo asegurar que no me quemaría –continuó mientras se acercaba a su sobrino y le apoyaba una mano sobre el hombro–. No sé cuáles sean sus intenciones. Mas, si sé que la mantendrá con vida, porque sabe que es la única forma de hacerte llegar hasta ella —dejó escapar un resuello—. Te confesó el que sería su próximo movimiento y no te mató. Quiere que vayas hasta ella y sabe que Naga es la forma más sencilla para lograrlo. Todos lo sabemos.

Kyo no le rebatió. En cierto modo él también había entendido lo mismo que su tío. Quería hacerle sufrir y disfrutar de ese sufrimiento que pudiera causarle, se lo había confesado sin pudor alguno cuando lo había tenido a su merced en aquel claro. Pero pensar que pudiera utilizar a Naga para satisfacer ese sadismo suyo le hervía la sangre. Y entonces rememoró la tortura a aquellos dos soldados. Ese indescriptible maltrato y vejación del que fueron víctimas antes de culminarlo con un espantoso asesinato. Él mismo fue espectador de la espeluznante sonrisa que adornaba el rostro de la Bruja; y recordarlo le revolvía el estómago y le hacía sudar de puro estupor.

Que no mataría a Naga podría ser algo más que probable, pero dejar vivo a alguien no significaba que este estuviera a salvo. Podría hacerle tanto o más daño del que hizo a esos hombres y, aun así, mantenerla con vida, a duras penas, para que cuando él hiciera acto de presencia la hiciera expiar con la mayor crueldad que le fuera posible. Pensar en eso y comprender que era algo más que plausible le hizo sentir que el corazón dejaba de latirle, consumiéndose sin retorno un poco más a cada segundo que pasaba.

–Yo lo he visto –musitó, captando la atención de los adultos, que hablaban entre ellos.

Las manos le temblaban y unas finísimas lágrimas de angustia e impotencia se asomaban tímidamente. Todos notaron como la voz se le quebraba al volver a hablar.

–He visto lo que hace con quien cae en sus garras…

–Kyo, sabemos que esa mujer es una desalmada…

–¡No!¡No lo sabéis! –explotó a voz en grito–. ¡No sabéis cómo les hizo sufrir hasta el punto de hacerles desear la muerte! ¡Hará lo mismo con ella!

El temblor de su cuerpo y el desgarro con que hablaba les hizo mirarle con cierto recelo, extrañados. Los hombres no dijeron nada, solo lo observaron, mudos.

No fueron sus gritos lo que les hizo callar, sino su aspecto. La apariencia del chico parecía arder de puro odio. Los ojos empezaron a dejar a un lado su brillante azul por un negro aún más fulgente e incluso algo aterrador. Y entendieron que lo que estaba ante ellos ya no era ese adolescente de apenas dieciséis años, sino ese ser de un poder tan inmenso como el que solo un dios podía tener.

Verle así les dejó mudos, atónitos; les hizo temer.

–Kyo, hijo…

–Silencio –ordenó con suavidad, aunque inquietante firmeza.

Obedecieron sin objeción. Jamás habían presenciado algo similar a aquello y estaban más que impresionados. Solo observaron cómo el muchacho se dirigía hacia la puerta, dispuesto a marcharse sin más. Pero no podían dejar que se fuera. Ese estado de omnipotencia e inconsciencia en que se encontraba decaería en cualquier momento. Kyo no controlaba su poder y eso era peligroso, tanto para él como para todos los demás.




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