La sombra que me persigue.

1. Secretos en el bosque.

(1681)

De niña, solía creer que el viento me susurraba secretos que aún no sabía comprender. Aquellos murmullos entre las hojas me acompañaban como si esperaran que algún día descifrara su significado. Siempre me fascinaban las leyendas que contaba mi abuela; tenía un talento especial para envolver cada palabra en misterio.

Decía haber vivido mil vidas en una sola. Recuerdo especialmente aquella vez en que me confesó que fue a la guerra disfrazada de hombre. Siempre que relataba esa historia, adoptaba una voz grave y caminaba con exageración, como si volviera a ser ese soldado improvisado. Yo me reía tanto que me dolía el estómago.

Mi abuela era todo lo que yo soñaba ser: sabia, valiente, impredecible. Escuchar sus anécdotas despertaba en mí un deseo profundo de tener también una vida digna de ser contada, de vivir aventuras tan extraordinarias que algún día pudiera relatarlas a mis propios hijos… y a los hijos de mis hijos.

—¿Ya te conté la vez que maté a tu abuelo? —me preguntó una tarde, con esa sonrisa traviesa que le brillaba en los ojos.

—¡Mamá, no le digas esas cosas! Es solo una niña —intervino mi madre, con el ceño fruncido.

Mi madre… siempre tan correcta, tan simple, tan monótona. A veces me parecía tan opuesta a la abuela que me costaba entender cómo podían ser madre e hija. Su vida era como una habitación sin ventanas: segura, sí, pero sin ninguna historia digna de recordarse.

La abuela era distinta. Había algo en ella que me hacía sentir libre, como si el mundo se volviera más grande solo con tenerla cerca. Nuestra conexión era especial, imposible de explicar. Cada vez que venía a casa, me pegaba a su lado como si temiera que desapareciera de un momento a otro. Mamá no tardaba en notarlo.

—Estelle, deja descansar a tu abuela —me reprendía desde el rincón donde barría el suelo de madera vieja, con el ceño fruncido y el delantal lleno de polvo.

—Ay, déjala. Yo quiero que esté conmigo —respondía la abuela con esa voz dulce y decidida, sin apartar la mirada de mí.

Mamá soltaba un suspiro, ponía los ojos en blanco y volvía a sus quehaceres, resignada. Yo no entendía del todo por qué, pero presentía que entre ellas había una tensión que nunca se nombraba. Un lazo roto o una herida que ninguna quería mostrarme.

Esa tarde, la abuela me hizo un gesto con la mano para que la siguiera. Salimos juntas al porche de madera y nos sentamos en los escalones que daban hacia el mar. El cielo estaba pintado de colores cálidos, y el sonido de las olas acariciaba el silencio como un arrullo.

—Sé que un día serás una mujer maravillosa —me dijo de pronto, sin apartar la vista del horizonte.

—¿Como tú? —pregunté, sonriendo con entusiasmo.

Ella me miró con ternura, me atrajo suavemente hacia su pecho y me acarició el cabello con una risa leve, como si mi pregunta le hiciera cosquillas en el alma.

—Mejor que yo —susurró con una sonrisa melancólica. Sus palabras me sorprendieron, pero también me llenaron de una extraña esperanza.

Luego, agregó con una picardía que me hizo reír:

—Y por favor… consíguete un buen marido.

Papá siempre fue un hombre calmado y reservado. No hablaba mucho, pero su presencia bastaba para sentirme segura. Trabajaba duro todos los días, sin quejarse jamás, como si la vida no le pesara. Vivíamos los tres en una pequeña cabaña junto al mar, en el campo, rodeados de brisa salada, pasto alto y el sonido constante de las olas rompiendo contra las rocas. Para mí, ese lugar era el paraíso. Pero para mamá… no.

Ella solía quejarse en voz baja, como si temiera que el mar la oyera y la juzgara por despreciar su música. A veces, cuando creía que yo no la escuchaba, murmuraba que odiaba esa casa tan pequeña, o que el ruido del agua le daba dolor de cabeza. Decía que se sentía atrapada, que todo el día era cocinar, limpiar y repetir la rutina sin fin. Tal vez por eso yo la miraba con dureza, incluso siendo tan pequeña. No podía entender cómo alguien no era capaz de amar aquel lugar como yo lo amaba. Era nuestra cabaña, y papá la había construido con sus propias manos, pieza por pieza, con paciencia y amor. Para mí, cada tabla y cada clavo tenían su historia.

Y cuando llegaba el atardecer… ah, no había nada más hermoso en el mundo. El cielo se teñía de tonos dorados y rosados, y el sol descendía despacio hasta desaparecer en el horizonte marino. Todo se cubría de luz cálida, y el sonido de las olas se volvía más suave, como una canción de cuna. Yo solía sentarme en el porche con las piernas colgando, abrazando mis rodillas, observando en silencio como si el mar me hablara en un idioma que solo yo entendía. Pero mamá nunca salía. Nunca se detenía. Mientras yo contemplaba el cielo, ella seguía fregando los platos o barriendo el suelo, renegando entre dientes.

Una de las cosas que más amaba de papá era que, cada vez que mamá le pedía ir al pueblo a comprar comida, me llevaba con él. No importaba si hacía calor o si las nubes cubrían el cielo, él siempre extendía su mano hacia mí con una pequeña sonrisa y decía:
—¿Vamos?

Nos encantaba caminar. A los dos. El trayecto hasta el pueblo era largo, pero se sentía corto cuando íbamos juntos. Caminábamos entre pastizales y caminos de tierra, y a veces encontrábamos conejos, pájaros o caracoles escondidos entre las piedras. Me gustaba contarle cosas a papá mientras avanzábamos, y aunque él hablaba poco, siempre me escuchaba con atención.

El pueblo, para mí, era un mundo mágico. A diferencia del campo, no era solo árboles o silencio. Había gente, colores, movimiento. Tiendas pequeñas con ventanas repletas de cosas asombrosas: pulseras de madera, muñecos tallados a mano, frutas brillantes, pan recién horneado. Todo me parecía fascinante. Mis ojos recorrían cada rincón con asombro, como si estuviera entrando en una tierra de cuentos. Papá solía reírse al verme tan emocionada.

—¿Quieres esa pulsera de madera? —preguntaba, con esa voz tranquila que siempre usaba.




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