(1692)
A veces sigo recordando ese bosque.
La forma en que el viento murmuraba entre las ramas, como si dijera mi nombre. La penumbra que parecía abrazarme. Y sobre todo, esos ojos brillando en la oscuridad, como brasas encendidas. Pero han pasado tantos años que ya no sé si realmente sucedió… o si fue apenas un sueño de infancia. Un sueño demasiado vívido para ser olvidado, demasiado extraño para ser real.
Mi adolescencia no fue interesante.
Fue simplemente estresante. Agobiante. Mientras más crecía, más me sentía atrapada en un molde que no elegí. Mi madre parecía tener una sola preocupación en la vida: casarme. A cualquier precio. Con quien fuera. Como si eso fuera el destino ineludible de una mujer. Su única gloria.
—¿Cuándo vas a casarte, Estelle? —me repetía cada mañana con el ceño fruncido y el delantal sucio por la harina—. Tienes diecisiete años y ni siquiera has hablado con algún chico del pueblo. ¡Yo a tu edad ya estaba casada!
Siempre era lo mismo. Un disco rayado, una herida que no cerraba. A veces simplemente la ignoraba. Otras, fingía que no la escuchaba. Pero la verdad era que sus palabras se me clavaban en el pecho. Una tras otra, como agujas invisibles.
Con el tiempo, empezó a burlarse.
Decía que si no me gustaban los hombres, entonces debía gustarme alguna mujer. O que, seguramente, era tan fea que nadie se me acercaba. Lo decía con una sonrisa desdeñosa, pero yo sabía que no era una broma. Que lo pensaba de verdad. Que me miraba como una decepción.
Y lo peor es que empecé a creerle.
Me esforzaba por lucir bien. Me peinaba durante horas, intentando domar mi cabello rebelde. Me ponía los vestidos más bonitos que tenía, aunque fueran heredados y viejos. Trataba de hablar con dulzura, de caminar erguida, de sonreír. Pero bastaba con ver mi reflejo en el agua del mar para que todo se derrumbara. Cada vez que el viento despeinaba mi melena y mi rostro aparecía borroso en el reflejo, solo veía a una mujer fea, torpe, sin encanto.
La impotencia me carcomía.
Quería gritar, correr, desaparecer. No entendía por qué me sentía tan sola, por qué no encajaba, por qué parecía vivir en una vida ajena. Todos los días eran una repetición sin alma. El mismo pueblo gris. Las mismas voces. Las mismas expectativas.
Y sin embargo, en los rincones silenciosos de mi mente, él seguía ahí.
El recuerdo de aquella sombra en el bosque. De su voz grave y burlona, de sus palabras susurradas con un extraño afecto.
“Serás una mujer hermosa, pequeña humana... Siempre lo serás.”
Nadie más me lo había dicho. Nadie más me había mirado así. Ni siquiera era humano. Pero me sentí vista. Elegida.
A veces me preguntaba si seguiría allí, en algún rincón del bosque. Si de verdad existía. Si me observaba como prometió.
Y si era así…
¿Por qué no venía por mí?
Pasaban los días… y luego los meses.
La vida se repetía como las olas del mar: constante, monótona, vacía.
Y lo más inquietante de todo era que, por más que el tiempo avanzara, ningún hombre se me acercaba. Ni una mirada prolongada. Ni una sonrisa. Ni un gesto de interés. Era como si una barrera invisible me envolviera, como si llevara una sombra sobre los hombros que espantara a todos los que se cruzaban en mi camino.
Al principio creí que era normal. Que tal vez aún no era el momento.
Pero mientras más crecía, más evidente se hacía el silencio a mi alrededor.
Las otras chicas del pueblo hablaban de amores, de galanteos, de cartas recibidas en secreto. Se arreglaban para salir a las ferias o al mercado, y al poco tiempo ya se escuchaban rumores sobre compromisos o primeras caricias. Yo, en cambio, me quedaba sola. Siempre sola.
Comencé a comer menos.
No por vanidad, sino por desesperación. Me miraba en el reflejo del agua y odiaba cada imperfección, cada sombra bajo mis ojos, cada mechón rebelde. Me decía a mí misma que si era más delgada, si me arreglaba mejor, si sonreía más... quizás entonces alguien me vería. Quizás entonces podría sentirme parte del mundo que me rodeaba.
Pero no.
Nadie me miraba. Nadie me hablaba. Era como si no existiera.
Me refugiaba en el único lugar que me daba paz: el borde del mar.
Nuestra casa estaba construida sobre una pequeña colina frente al océano, y desde allí podía bajar y sentarme en la orilla, justo donde el terreno se perdía en las rocas. Colgaba las piernas sobre el vacío, moviéndolas suavemente, sintiendo la brisa marina contra la piel, escuchando el rumor de las olas rompiendo más abajo. Allí me quedaba durante horas, observando el horizonte, dejando que el viento desordenara mi cabello mientras el cielo se teñía de tonos cálidos al atardecer. Era lo único que me hacía sentir viva.
Mi madre, en cambio, se volvía cada día más impaciente.
Ya no eran solo comentarios hirientes. Era presión. Control. Insistencia. Empezó a acompañarme al pueblo, y aquello era una verdadera pesadilla. Se acercaba a los jóvenes, les hablaba de mí, de mis cualidades, como si estuviera vendiendo un objeto roto con desesperación.
—Mi hija es buena, sabe cocinar, cose bien… es una joven obediente —decía mientras me empujaba hacia ellos con una sonrisa fingida.
Y entonces sucedía.
Cada vez.
Cada muchacho que me miraba parecía detenerse un segundo, como si algo lo sacudiera por dentro, y luego, sin razón ni explicación, sus ojos se apagaban. Una sombra fugaz cruzaba sus rostros antes de responder con una negativa torpe.
—Lo siento, señora… no estoy interesado.
O simplemente se alejaban en silencio, con el rostro tenso y las palabras congeladas en la garganta.
Mi madre regresaba furiosa, y yo más rota que antes.
No lo entendía.
Era como si… como si algo o alguien los alejara de mí. Como si una fuerza invisible me protegiera. O me maldijera.
Y en esos días de mayor frustración, cuando el mundo parecía cerrarse más y más sobre mí, a veces lo recordaba.
La sombra.
Su voz profunda.
Su sonrisa siniestra.
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Editado: 06.06.2025