La sombra que nos mira

Capítulo 1

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

 

 

Como cada tarde, las niñas llegaron del colegio correteando entre las sillas y mesas metálicas que conformaban el mobiliario del bar de sus padres. Soltaron apresuradamente las mochilas en la última mesa de todas, la que estaba junto a la puerta de acceso a la cocina, y entraron a saludar a su padre, que a esa hora terminaba de recoger tras el servicio de la comida.

Serafín adoraba a sus hijas. Siempre que las veía, los dolores de espalda y piernas, provocados por el trabajo, desaparecían al instante. No era un hombre cariñoso, es decir, no las cubría de besos mientras las abrazaba como si el mundo fuera a acabarse. Pero se desvivía por ellas, dándoles todo lo que estuviera en su mano, por mucho trabajo y sacrificio que le costara. Las niñas lo sabían, por lo que correspondían con creces al amor de su padre; para ellas, era su héroe.

Su madre estaba arriba, descansando en su habitación. Siempre que terminaba el turno de comidas subía a tumbarse un rato mientras su marido acababa de recoger la cocina y el bar. Luego bajaba a relevarlo para que él pudiera descansar antes de la cena.

Matilde miró su reloj de pulsera. Con los ojos todavía pegados por el sueño, observó que ya eran poco más de las cuatro. «Las niñas acabarán de llegar. Vamos, levanta ya», pensó. Se incorporó, se frotó la cara para despejarse y se sacudió los últimos restos de la somnolencia. Nunca le gustó madrugar, por lo que no perdonaba su siesta, los días que podía hacerla.

Cuando bajó, encontró a su marido junto a sus dos hijas sentados en la última mesa del bar, con varios libros desplegados pero sin hacerles ningún caso. Carmen y María miraban, con la boca entreabierta y conteniendo la respiración, las manos de Serafín. Una torre de cartas de cuatro pisos se alzaba en una esquina de la mesa. Con gran cuidado, construía el quinto piso a la vez que se ponía de pie, pues la altura de la estructura lo requería.

Matilde se acercó poco a poco y en silencio. Parecía una leona caminando entre los matorrales, a punto de saltar sobre las despistadas gacelas.

—¿Estudiando o haciendo como que estudiáis? —dijo, elevando el tono de voz, lo que le hizo dar un respingo a su marido y que la torre de cartas se desmoronara.

—¡Mamá! —se quejaron las niñas—. Ya casi lo tenía hecho.

—Ni mamá ni papá. Teníais que estar estudiando, no viendo trucos inútiles. Sabéis que ya mismo bajan los abuelos de la siesta, y debéis tener acabados los deberes para entonces. Venga, al lío. —Se giró hacia su marido con las manos en las caderas—. Y tú, te he dicho mil veces que no las entretengas, que si llegan y yo no estoy aquí, las pongas a estudiar, que sabes que cuando bajan los viejos ya no hacen nada.

Mientras duró el discurso de su mujer, Serafín recogió las cartas, teniendo la baraja guardada en el mandil cuando este terminó.

—Sí, nena. Voy a echarme un rato. —Se fue sin decir nada más. En sus palabras no había irritación ni reproche alguno; usó simplemente un tono neutro, como el que se emplea al devolverle el saludo a un desconocido.

—Este hombre...

En cambio, la voz de Matilde estaba cargada de emoción; expresaba desesperación y hastío. Dijo esto entrando a la cocina, sin dedicarles ni una mirada a sus hijas. Estas, acostumbradas a los juegos de su padre y a las reprimendas de su madre, empezaron a hacer los deberes al instante. Esta tarea no les llevaba mucho tiempo, ya que ambas todavía eran pequeñas y no traían mucho trabajo del colegio.

Carmen era la mayor. Tenía nueve años, mientras que su hermana María solo contaba con seis, por lo que sus deberes se basaban en terminar de colorear algún dibujo dejado a medias en la mañana, y los de Carmen, en hacer una o dos hojas de ejercicios. Así pues, siempre terminaban antes de que bajara alguien. Entonces, esperaban a ver quién era el primer cliente en llegar.

El bar se alojaba dentro de una residencia de ancianos, en la cual también vivía la familia. Debido a esto, los clientes siempre eran los mismos, menos alguna vez que se colaba alguna visita de los abuelos. Siempre había bastante clientela por las tardes, ya que las señoras tomaban un café o un té mientras hablaban entre ellas. A los hombres les gustaba reunirse para jugar la partida de cartas o dominó, y si no había ninguna enfermera cerca y Serafín estaba de humor, tomar alguna copita rápida.

Pero el ambiente empezaba más tarde; todavía era pronto. A esa hora solían bajar los residentes que no se llevaban bien con nadie, o los deprimidos que estaban peleados con el mundo porque sus hijos, después de toda una vida dedicada a ellos, los habían aparcado en una residencia. Las niñas no solían acercarse a estos abuelos, ya que, como niñas que eran, tenían una enorme sensibilidad, y al igual que sentían gran cariño por muchos de los ancianos, estos últimos les causaban miedo; siempre serios, con sus caras surcadas de arrugas y manchas, escrutándolas en silencio.

Afortunadamente, no fue uno de los deprimidos el primero en bajar, sino don Antonio: un señor alto y bien parecido, siempre de punta en blanco, con su sombrero y su inseparable bastón. Había sido óptico, aunque ejerció poco tiempo su profesión. A los pocos años de terminar los estudios, patentó un instrumento nuevo para operar las cataratas, por el cual le pagaron una gran cantidad de dinero. Una vez que cobró, dejó el mundo de la óptica y se dedicó a su gran pasión: colaborador de una ONG. Ayudó a las personas, sobre todo en África, durante más de treinta años.

Era uno de los pocos residentes que estaba allí por voluntad propia. No se casó, y nunca tuvo hijos, por lo que, como él mismo decía: «A partir de los cincuenta años, más o menos, empecé a darme cuenta de que posiblemente acabaría mis días en soledad. Mis padres murieron cuando yo tenía treinta y tres años, no me dejaron hermanos, por lo tanto, me percaté de que, aunque había dedicado mi vida a ayudar a los demás, a la hora de mi vejez estaría solo. Entonces, por una vez en la vida, pensé en mí mismo y guardé el dinero que me quedaba, para que cuando llegara el momento pudiera permitirme pagar una buena residencia. Y así es como he llegado aquí». Siempre contaba su historia con una sonrisa. Y cada vez que alguien le preguntaba si se arrepentía de no haberse casado y haber tenido niños, contestaba lo mismo: «He visto hijos abandonar a sus padres, padres matar a sus hijos, madres ver morir a sus bebés en sus brazos... No, solo me arrepiento de no haberme hecho viejo un poco más tarde para poder ayudar a alguien más». Claro está que don Antonio era una buena persona, amable y gentil con todo el mundo, siempre dispuesto a colaborar con los demás.



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En el texto hay: fantasmas, terror

Editado: 27.11.2020

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