La sombra que nos mira

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

 

 

El sol se colaba entre las ramas de los altos árboles e iluminaba el jardín como decenas de focos de luz cayendo sobre un escenario. El suelo todavía estaba húmedo por la lluvia de los últimos días. Los pájaros cantaban con alegría y volaban nerviosamente de un árbol a otro, buscando comida y calentándose en los rayos de luz solar.

Un pequeño gorrión marrón, salpicado de gotas amarillas en las alas, volaba de una rama a otra, no más de dos metros de distancia por desplazamiento, ya que todavía era muy joven, y esa era su segunda aventura fuera del nido. En uno de los saltos chocó contra otro pájaro más grande, cayendo al suelo. Afortunadamente, el batir nervioso de sus alas para intentar alzar el vuelo amortiguó el golpe. Se incorporó aturdido; por suerte, solo tenía un poco de sangre en el pico.

Antes de alzar el vuelo, divisó, a no más de dos metros, junto al tronco de un árbol, un grupo de hormigas atareadas. Sus pequeños y negros ojos se clavaron en ellas, y comenzó a aproximarse con cortos y rápidos saltos.

En la distancia, un gato observaba la escena. Casualmente, tenía el pelaje del mismo color marrón que las plumas del pájaro, y también salpicado con tonos amarillos. El felino, que estaba perezosamente tumbado bajo un rayo de sol, se despertó al oír el golpe que produjo el pajarillo al caer. Se incorporó en silencio, estiró primero una pata trasera y luego la otra, con parsimonia, como si eso fuera lo más importante del mundo. Comenzó a acercarse bordeando las plantas y altas hierbas que se interponían en su camino.

El pequeño gorrión estaba a pocos centímetros de las hormigas, con toda su atención centrada en los insectos, por lo que no se percató de la sombra amenazadora que crecía a su espalda. El gato estaba a menos de un metro. Detuvo su avance, contrajo las patas traseras para preparar el salto y movió el rabo en movimientos cortos y rápidos. Tenía los ojos muy abiertos y los pequeños y afilados colmillos asomaban amenazadores. Un pequeño maullido salió de su boca, alertando al gorrión, que se volvió sobresaltado. Vio al gran felino saltando hacia él, con las garras extendidas y la boca preparada para morder.

Pero unas manos alzaron al gato por los aires a solo un par de centímetros de alcanzar su objetivo. El pájaro huyó veloz hacia los árboles; para suerte de las inconscientes hormigas, que, ajetreadas en su trabajo, no se percataron de nada.

María giró al gato, encarándose con él.

—No se comen pajaritos. Tú tienes que comer verdura para crecer.

Y dicho esto, lo puso en el suelo y, sujetándolo, le acercó la cabeza a un montón de hierbas y esperó a que el felino empezara a comer.

La voz de su madre la llamó desde el fondo del jardín. Esta la observaba junto a una puerta abierta que daba acceso a la cocina de la residencia, al lado de la cual se apilaban varias cajas de plástico con botellines de cristal vacíos.

—María, deja al gato y entra ahora mismo a merendar. Y lávate bien las manos.

El tono imperativo hizo que la niña soltara inmediatamente al animal —que salió corriendo, disparando montoncitos de arena con sus patas— y se dirigiera al interior del edificio. Entró en la cocina y se lavó las manos, subiendo antes encima de un taburete para alcanzar bien. Cuando terminó, Matilde la condujo al salón, donde se encontraba su hermana sentada en la mesa más próxima a la puerta, devorando un trozo de pan con media tableta de chocolate en su interior.

El bar ya estaba más animado a esas horas de la tarde. Los hombres ocupaban las mesas más próximas a la barra, en las cuales había desplegados tapetes verdes salpicados de cartas, y aunque estaba prohibido jugar por dinero, también alguna moneda. Las señoras se colocaban al fondo, desde donde tenían una perspectiva perfecta de la puerta para controlar quién entraba y salía. En sus mesas no había cartas, solo descafeinados, tés y pasteles divididos en varios pedazos. A pesar de la gente que había —bien pudieran ser treinta personas entre mujeres y hombres—, casi no se escuchaba alboroto. Ellos se dedicaban a jugar la partida en silencio, y solo hablaban para darse las instrucciones propias del juego o para soltar algún taco de disgusto tras perder. La charla de las mujeres era constante y baja, como el zumbido de un motor al ralentí, solo alterada por alguna carcajada acelerada.

Una vez terminada la merienda, las niñas gustaban de pasear entre las mesas de los ancianos. Era entonces cuando solían recibir los regalos de los residentes. Pero sobre todo recibían achuchones y besos de las mujeres, que las trataban con todo el cariño del mundo. Esa tarde solo les dieron cinco cartas de olores para coleccionar. Carmen las recogió todas, y mandó a su hermana a la última planta para que las guardara en la habitación. La familia vivía en la planta más alta de la residencia, junto a Roberto, el conserje. Todas las habitaciones de esa planta estaban vacías, a excepción de las tres que usaban ellos, situadas al final del largo pasillo.

María llegó a la habitación y guardó las cartas en un cajón del escritorio. El cuarto estaba compuesto por dos camas, una a cada lado de la puerta, con una ventana en medio, dividiendo el dormitorio. A la derecha de esta se encontraba el escritorio, que nunca usaban, al hacer siempre los deberes en el bar, por lo que estaba atestado de muñecas y peluches. A la izquierda, el armario, cuyas puertas lucían repletas de pegatinas de animales colocadas por María. Era una gran amante de los animales; siempre estaba dibujándolos o persiguiéndolos por el amplio jardín de la residencia.

Después de guardar las cartas, acercó la silla del escritorio a la ventana para subirse en ella y abrirla. De uno de sus bolsillos sacó un pequeño trozo de pan, el cual partió y extendió las migas por el alféizar para que comieran los pájaros. Todas las tardes, después de merendar, les ponía algo de comida, y a veces acudían a comer con ella mirándolos a pocos centímetros, con los ojos hambrientos de curiosidad y en silencio.



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En el texto hay: fantasmas, terror

Editado: 27.11.2020

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