Por la mañana volvimos al hospital. El viento seguía soplando con fuerza y las nubes se mantenían oscuras. Las hojas de los árboles cambiaban de color aunque todavía no caían al suelo. El otoño estaba llegando y el verano terminaba. Un verano que había cambiado toda mi vida. Un pensamiento que me guardé mientras estábamos en el autobús pero que compartiría con Valentín por la noche, cuando estuviéramos solos y la radio de fondo.
En el hospital esperé sentado junto a la puerta del cuarto de su papá, inquieto y preocupado. Estuvo un rato con él y, a pesar de saber que hacía mal, me acerqué, entreabrí la puerta y espié. La habitación era pequeña y la falta de otros pacientes remarcaba la gravedad de su estado. Valentín se sentaba a su lado, contemplándolo, con una mirada que no supe distinguir si era resignación o decepción. Su papá parecía dormido aunque no estaba seguro de eso, se veía mal; más delgado, más envejecido y más débil. No había discusiones, solo silencio.
Valentín notó mi presencia y volteó a verme. Quise entrar y abrazarlo, acompañarlo de una forma más íntima, pero temía que su padre se diera cuenta que estaba allí o que él creyera que dramatizaba. Cerré la puerta y volví a sentarme en el banco del pasillo, afligido por la imagen. No podía imaginarme en su lugar. Estar allí sin poder hacer nada. A pesar de todo lo ocurrido, si algo le sucediera a mi mamá, correría para estar con ella y velar por su bienestar.
Seguramente sentía cosas diferentes a las que yo suponía que debían sentirse en un momento así, con un padre en el hospital, pero, incluso con emociones diferentes, Valentín estaba angustiado con la situación.
Cuando salió, se sentó a mi lado con la vista clavada en el suelo.
—¿A dónde vamos? —preguntó en voz baja—. No quiero volver a mi casa.
Era su día libre. Pensé en la plaza y bajo el puente, pero no confiaba en el clima.
—Vamos a la casa de mi tío. —Me miró con duda—. Tal vez me des una idea de qué hacer con el cuarto que uso.
Mi propuesta le interesó y nos encaminamos hacía allí, lejos del hospital y de toda su realidad.
***
No había nadie cuando llegamos y Valentín pudo deambular por la casa con tranquilidad. Su humor mejoró drásticamente y de nuevo era el de siempre; lleno de confianza, con gestos suaves que me embelesaban y respuestas rápidas que me hacían reír. Preparó un almuerzo improvisado con lo que encontramos en la cocina y comimos mirando una telenovela que ninguno de los dos conocía. Criticamos y nos reímos de los personajes, también discutimos cuales eran mejores, si las novelas mexicanas o las brasileras. Y me abstuve de mencionar el hospital o a su papá.
En mi cuarto observó todo con cuidado y detalle. Además de las cosas que me llevé el día que dejé la casa de mi mamá, Agustina me trajo otros objetos a pedido mío. Junto a las que fueron pertenencias de mi papá, ya se encontraban algunos de mis libros, mis diccionarios y mis revistas Muy interesante. Valentín revisó todo y le causó gracia que necesitara cuatro diccionarios, aunque las revistas llamaron su atención y las ojeó con curiosidad.
Al terminar su inspección, se sentó en la cama y volteó hacia la ventana.
—Entra mucha luz —comentó—. Creo que tengo una cortina azul que puede servirte. Así la luz no te molesta.
Por un instante no reaccioné pero luego agaché la cabeza. Se había dado cuenta. Me sentí avergonzado por haber fallado en mi intento de disimular. Valentín se acercó más a mí hasta que nuestras piernas entraron en contacto.
—Soy pésimo actuando —murmuré.
—Malísimo —confirmó.
Levanté la cabeza. No daría lástima y no daría preocupaciones.
—Me gusta el color azul —dije tratando de sonreír.
Valentín mantuvo sus ojos puestos en mí haciendo que la falsa sonrisa se desvaneciera.
—¿Te duele?
Tampoco mentiría.
—No me duele.
—¿Sientes molestia?
—No.
—¿Es solo la luz?
Asentí.
—El médico me recomendó usar anteojos oscuros.
Respiró profundamente.
—No tienes que preocuparte —agregué con suavidad—. El médico dijo que no afectará mi vida diaria.
Eso era más o menos verdad. La mirada de Valentín estaba cargada de una gran intensidad.
—¿Cómo haces para no estar enojado?
Su pregunta me sorprendió mucho y quedé confundido.
—¿Enojado? —repetí con duda.
Me observaba tratando de ver a través de mí, tratando de entender algo.
—Con los que te hicieron esto —respondió finalmente— y con el mundo —agregó con gravedad.
En mi cabeza la respuesta fue "se me olvidó estar enojado" pero temí que creyera que me burlaba.
—No sé, no pensé en eso.
Desvié los ojos al sentir que me ruborizaba. Debía parecer un tonto. En realidad, me dolía el pecho cada vez que recordaba lo que había sucedido y el mismo miedo se hacía presente en esos momentos. Miedo a que se repitiera y perdiera mi ojo derecho.
Él apoyó su mano sobre la mía.
—Mejor así. Tienes que sanar tu brazo y cuidar tu ojo. —Apretó mi mano—. La verdad es que me impresiona y te envidio por no estar furioso.
Sus palabras me dieron ánimos pero de inmediato supe que eso significaba que él sí estaba furioso. Antes de que pudiera preguntarle por lo implícito de su afirmación, cambió de tema.
—¿Qué vas a hacer con este cuarto?
Hablamos largo rato de eso y con él me decidí por lo que nunca me atreví: colores. Pintaría la pared y los muebles inspirado en un paisaje nocturno por el bien de mi ojo. Valentín sugirió pintar estrellas, algo que me parecía osado, y, luego de rumiar la idea, me sentí entusiasmado. No quería volver a tener un cuarto aburrido por miedo a las miradas de mi familia. También se me ocurrió tejer un cobertor con sus colores favoritos para que lo representara mientras dormía y, en lugar de acusarme de cursi, me pidió lo mismo para él.
Por la tarde comenzó a llover con fuerza. Volvimos a la mesa para jugar con el Scrabble que Valentín encontró en el armario, mientras vigilábamos la lluvia, a la espera de la calma para poder regresar a su casa. Pero el clima no quería estar a nuestro favor. Aunque parecía concentrarse en las palabras que armaba, me daba cuenta que estaba preocupado por la lluvia y el juego no era suficiente para distraerlo.