Marla
La alarma del celular me despertó más bruscamente que de costumbre, era la tercera vez que sonaba. ¡Dios!, levantarme para trabajar cada día, se me hacía un nuevo suplicio. Aunque era cierto que nadie me mandaba a desvelarme leyendo, pero era lo mejor que había en mi rutinaria vida.
Me vestí lo más rápido que pude, peiné mi cabello en una coleta alta, cargué mi bolso con mi celular y el libro que debía devolver a la biblioteca. Finalmente, pasé por el baño, para lavar mis dientes y mi rostro; y por supuesto, colocarme los lentes de contacto verdes que ocultaban mi heterocromía. No me miré demasiado, ya que no me gustaba la imagen del espejo y corrí hacia la calle.
El tránsito en las horas pico era terrible. Afortunadamente, mi departamento estaba a solo tres calles de la escuela en la que trabajaba.
— ¡Señorita Arnold!, ¿se ha quedado dormida otra vez? — Gritó sonriente, desde la vereda de enfrente, una de mis alumnas del último año.
También sonreí y levanté la mano a modo de saludo. Tenía la fortuna de llevarme bien con los adolescentes y esto quitaba bastante el tedio de mi empleo docente, aunque había días en los que nada podía hacer que me gustara lo que hacía.
Ya en la escuela, logré llegar a la sala de profesores para fichar mi entrada, sin tropezar, lo cual era asombroso; ya que, caer y toparme con cosas, era otra de mis tantas no amadas virtudes.
Hoy me tocaba tomar una nueva clase, aunque no era el principio de año, y esto me tenía un poco molesta, pero el profesor Ernesto Yuler acababa de jubilarse y no había, hasta el momento, reemplazo.
Entré en el salón, allí, un montón de jóvenes de quince o dieciséis años gritaban, reían y se tiraban con cosas. Nadie me prestó atención. Me senté en el escritorio y saqué mis elementos de trabajo, donde tenía algunas copias de un listado de preguntas, que me había tomado el trabajo de preparar el día anterior. Con ellas en la mano me levanté y comencé a recorrer el aula repartiéndolas, mientras les pedía uno a uno a los alumnos que se sentaran. Cuando había entregado la mitad, ya todos habían notado mi presencia y se estaban ubicando en sus asientos, haciendo silencio poco a poco.
— No puede tomarnos una evaluación si no nos ha dado nada aún — se quejó uno de los alumnos.
— No es un trabajo evaluativo, necesito saber cuáles son sus conocimientos para preparar los contenidos.
— ¿Qué acaso no le dejó un informe el señor Yuler? — Gritó otro de los jóvenes que se sentaban al fondo del salón.
— Lo hizo, pero no he tenido tiempo de leerlo. Así será más fácil para mí.
Hubo algunos murmullos, pero finalmente se pusieron en la tarea de responder el cuestionario.
— ¿A qué se refiere cuando dice, qué leemos fuera de la escuela? — Inquirió un chico de aspecto rebelde.
— A la literatura que consumen que no es escolar.
— ¿Hay una literatura no escolar? — Preguntó alguien más atrás provocando las risas y cuchicheos de los demás niños.
— Si contamos los cuentos, las novelas, los periódicos, los comics o mangas, las apps como wattpad, e incluso las redes sociales, sí, hay mucha literatura no escolar — respondí con una sonrisa.
— Yo leo en wattpad y otras apps — se aventuró a decir una chica.
— Yo no leo nada — habló el rebelde.
— Puedes responder que no lees nada, pero estoy segura de que aunque sea memes has leído — dije sin inmutarme por el tono de burla que noté en el chico.
El tiempo se me volvió lento y el almuerzo se me hizo corto. No veía la hora de poder salir de aquel establecimiento educativo e ir a la biblioteca de enfrente para zambullirme en la sección de romance. Debía admitir que mi vida, fuera de los libros, carecía totalmente de sentido.
Aunque iba a todos los eventos no curriculares de la escuela, me veía con mi hermana y su familia una vez al año y tenía alguna que otra conversación por chat, nada de ello era importante para mí. Mi vida había caído en el hoyo del aburrimiento, pero me resultaba cómodo y agradable tener una existencia de rutina y sin sobresaltos.
Al caer la tarde, logré terminar mi jornada laboral tranquilamente. Me apresuré para poder irme y crucé la calle velozmente para llegar a la biblioteca antes de que cerrara, creo que esto era lo único que podía hacer bien sin caerme o tropezarme. Caminaba por la senda peatonal, que conectaba mi trabajo agobiante con mi lugar preferido del mundo, con la agilidad de una bailarina.
Al entrar, me recibió la sonrisa amable de Rose, la bibliotecaria. Era una mujer bastante mayor, tenía edad para estar jubilada, pero continuaba en su labor, porque amaba los libros tanto como yo.
— Marla, ¿cómo estás? ¿Qué tal te ha ido con tus nuevos alumnos? — Me preguntó.
— Hola, Rose, muy bien. ¿Tú, cómo estás? — Repliqué mientras sacaba de mi bolso el libro que debía entregar, sin poder evitar dejar caer algunos papeles…
— Bien. Tengo dos sorpresas para ti — declaró mi amiga mientras yo me inclinaba a recoger lo que se había salido de mi bolsa.
— ¿En verdad?
Coloqué el libro sobre el escritorio y firmé el cuaderno de devoluciones.
— Sí, mira. Es el libro que esperabas, el tercero de la trilogía de los dragones.
— ¡Oh, qué bien! — Casi salté de la emoción, provocando una risita en la empleada de la biblioteca.
— Eso no es todo — frente a ella había un bulto envuelto en papel madera, el cual tocó y lo deslizó hacia mí. — Mira.
Lo tomé con cuidado y lo abrí, dentro había un libro de encuadernación antigua y hojas amarillentas, al abrirlo noté que la escritura era extraña, pero se notaba que era hecha a mano, no podía reconocer el idioma, aunque tal vez solo era mala caligrafía.