La teoría de 3+1

2. DONNA

 

14 de septiembre

 

DONNA

 

Como mínimo, debe de haber al menos cinco mil microorganismos de varias especies solo en la punta cuadrada del reposabrazos de metal; incluso ya debe de haber otros miles adheridos a mi piel, listos para adentrarse en mi organismo y contagiarme de cientos de enfermedades.

Ugh.

Necesito lavarme las manos. 

Observo alrededor buscando un baño que esté lo suficientemente cerca como para no tener que alejarme mucho, pero la realidad es que está bastante lejos de la sala de espera y pronto será mi turno.  

Pero tengo que higienizar mis manos, ahora mismo.

Busco en mi bolso el frasco de gel antibacterial que siempre debo llevar conmigo, dejo caer cuatro gotas sobre la palma de mi mano y procedo a frotar ambas manos entre sí asegurándome de que el gel llegue hasta cada diminuto rincón de ellas. Una vez listo, las dejo sobre mis rodillas con las palmas hacia arriba para que terminen de secarse, como reflejo, mi vista viaja hasta mis pies. Mis zapatillas deportivas blancas contrastan con el piso de cerámica gris y no puedo evitar pensar en la semejante cantidad de bacterias de las que debe estar lleno.

No soporto los gérmenes, no soporto la suciedad.

Desinfecto mi ropa después de lavarla y antes de ponérmela. Los zapatos los lavo todos los días con un potente desinfectante antibacterial y mucho cloro si se trata de algo blanco. Además, mis bolsos, teléfono, llaves y cualquier cosa que tenga a mi alrededor tengo que limpiarla.  

Desde niña no soportaba la idea de jugar con la arena, mucho menos saltar en los charcos de agua cuando llovía muy fuerte. Tengo la suerte de que en éste lugar no llueva para nada porque las bacterias tienden a crecer en los lugares más húmedos al igual que los hongos.

En el pueblo en el que crecí, llovía varias veces al año, a veces por varios días seguidos y no lo soportaba. Era increíble la cantidad de gérmenes que podían crecer en cada rincón de la ciudad.

¿Acaso nadie más los nota?  

Abro una vez más mi bolso para sacar el paquete de toallitas desinfectantes; saco dos y frunzo el ceño al notar que me quedan muy pocas. Por lo que comienzo a hacer un recordatorio mental para pasar por la farmacia por otro paquete en cuanto salga de la consulta.

Inclino mi pierna hasta apoyarla sobre la otra para limpiar la suela de mis zapatos con la toallita, hago lo mismo con el otro zapato y observo de reojo como el señor que está sentado a tres puestos de mí, me observa con curiosidad.

Evito alzar la mirada hacia él y me dispongo a doblar ambas toallitas para tirarlas al bote de basura, no obstante, dudo en levantarme porque mis zapatos volverán a ensuciarse.

Lo pienso por un momento y exhalo lento, resignada, tampoco puedo quedarme con las toallitas sucias en la mano porque podría contaminarme de igual forma.

Cuento con precisión hasta seis —porque no me gustan los números impares—, antes de impulsarme hacia arriba para ponerme de pie y caminar hacia el cesto de basura. Me detengo frente a este, mirándolo por un segundo.

No quiero tocar la tapa, quién sabe qué clase de cosas pueden haber allí; tampoco quiero hacerlo con la suelta de mis zapatos así que, agarro otra toallita húmeda, la sostengo como escudo, empujo la tapa del cesto y termino tirando las tres toallas a la vez.

Hago una pequeña mueca de lado inconscientemente y vuelvo a aplicar cuatro gotas más de gel antibacterial sobre mis manos. Entonces, puedo respirar tranquila por un segundo, sin tener el constante martilleo en mi mente por al menos sesenta segundos.

Que puedo decir, nací un poco defectuosa.

—¿Primer día? —La voz de un chico a mi lado me sobresalta.

Volteo a verlo y por inercia mi vista recorre toda la longitud de su cuerpo, desde sus pies a su cabeza; está sentado en las sillas cercanas al bote de basura. Tiene los ojos color ámbar y aunque su cabello esté cubierto por una gorra azul, aún puede verse la tonalidad negra.  Observo el libro en su mano, con un separador que sobresale más de la mitad. Debo reprimir el impulso que arrasa son sobrepasar mis barreas porque podría caérsele en cualquier momento que se descuide. Yo no podría dejarlo de esa forma, debería sobresalir solo un centímetro por encima de las hojas, pero él no parece preocupado por eso.

—¿Disculpa? —pregunto y me siento tentada a mirar a los lados a ver si la loca soy yo y en realidad le está hablando a alguien más.

—¿Es tu primer día con el psicólogo? Pareces nerviosa.

—Oh no, no es mi primer día y no estoy nerviosa —sueno a la defensiva.

—Es que te he visto usar ese frasco de gel al menos unas siete veces desde que llegué… —Ladea un poco la cabeza y señala el frasco que aún está en mis manos. Simula ver el reloj invisible en su muñeca—: Hace treinta minutos.

—Es… Bueno… —Sacudo la cabeza. Sin quererlo, presiono mis manos entre sí en un gesto cargado de nerviosismo que acaba de aparecer en mi cuerpo. Una gota de sudor cae en picada desde mi nuca y recorre toda mi espalda. De pronto, siento mis mejillas calientes.




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