A la mañana siguiente, Valeria se levantó al oír el despertador. Lidia ni se había inmutado con el sonido de la alarma, continuaba abrazada a su almohada y con los pies fuera de la cama. Le dio dos palmaditas en la mejilla y se dirigió a la habitación de Érika, esperaba que su hermana pequeña no fuera tan perezosa como Lidia. Se llevó una sorpresa al ver a la niña frente al espejo, ya vestida con la ropa que le había preparado la noche anterior. Sostenía en sus manos su capa roja. Sonrió para sus adentros. Fue al baño, se lavó la cara y contempló su rostro en el espejo. Las ojeras resaltaban aún más las diminutas pecas que adornaban su graciosa nariz. Frotó algunas de ellas con la esperanza de que desaparecieran, pero no había manera. Se pellizcó las mejillas esperando sonrojar su tez pálida y, cuando vio que era un caso perdido, se dirigió a la cocina. Allí estaba Rosa, calentando un cazo de leche y preparando unas tostadas. Valeria miró el reloj. Todavía no eran las ocho.
—Tu padre me pidió que viniera unos minutos antes —le dijo, adivinando los pensamientos de la chica—. Tenía una reunión importante. ¿Tus hermanas ya están levantadas?
Valeria no tuvo que contestar, Lidia apareció frotándose los ojos en el umbral todavía con el pijama, se sentó en la barra americana bostezando y, sin mediar palabra, comenzó a devorar su primera tostada. Su cabello alborotado caía sobre sus hombros desordenadamente. Poco después, Érika hizo su entrada con una energía desbordante. La capa cubría su pequeño cuerpo.
—No pensarás llevar esa ridícula capa al colegio. ¿Quieres que se rían de ti?
—Déjala, Lidia, si quiere llevarla que la lleve.
—¡Le queda como un saco! Parece una muñeca de trapo.
—¡Niñas! Nada de discusiones cuando se desayuna. —Rosa subió a Érika al taburete y le remangó la capa para evitar que la manchase con la leche—. Así estás mejor.
—Ponme la caperuza, Rosa.
—Cuando termines de desayunar.
Desoyendo la orden de Rosa, la pequeña ocultó su cabeza bajo la capa.
—¿Soy invisible ahora?
—No, todos podemos verte, enana.
—No llames a tu hermana así —volvió a intervenir la mujer—. Y daos prisa o llegáis tarde.
Al bajarse del autobús de línea, pudieron contemplar el colegio hispano-inglés en todo su esplendor. Habían pasado ya cuatro meses, y ese enorme edificio de ladrillo les seguía pareciendo tan extraño como el primer día. Su padre las había matriculado allí al inicio del curso. La excusa había sido perfecta, además de la excelente reputación que tenía el colegio, sus hijas podrían asistir juntas. El recinto contaba con un patio interior que separaba los dos edificios principales, uno donde se impartían las clases para los menores de doce años y el otro para los mayores. Valeria se encargaba de reunir a sus hermanas, y así regresaban juntas a casa. Rara vez acudía su padre a recogerlas.
—¡Horror, dulce horror! —masculló Lidia entre dientes.
—Dejaremos de ser las nuevas algún día.
—Para ti es fácil, el próximo año entrarás en la Universidad. La enana y yo nos quedaremos en este infierno.
—¡A mí me gusta! —dijo Érika tirando del brazo de su hermana—. ¿Entramos ya?
—Nos vemos en el recreo. Voy a llevar a Érika a su clase. —Valeria sujetó la mano de la niña.
Lidia entró a regañadientes en el recinto y se despidió de sus hermanas. Iba a ser otro largo y eterno día dentro de aquella cárcel. El sonido del timbre le avisaba de que debía encaminarse a su primera clase. ¿A quién se le había ocurrido la brillante idea de poner Matemáticas a las ocho y media de la mañana? Pasó su mano por su cola de caballo y le fastidió comprobar que debía colocarse una traba justo detrás de la oreja. Su enrevesado cabello siempre le estaba dando la lata. Se sacudió los vaqueros y abrió la puerta del aula. Se alegró al ver que todavía el profesor Padilla no había llegado. Una bronca menos.
Tres clases soporíferas después, se dirigió a la cafetería donde había quedado con su hermana. Valeria estaba sentada en una de las mesas situadas junto a la ventana, revisaba unos apuntes mientras daba sorbitos a su café con leche. Los débiles rayos de sol se conjugaban con los cabellos de una manera casual y armónica. Valeria parecía un personaje de cuento. Sus ojos eran grandes y de ese color miel tan inusual, y poseía una envidiable piel de porcelana. No recordaba haberla visto con un alarmante grano en la cara. Sería endiabladamente perfecta si no fuera por uno de sus colmillos torcidos que rompía el equilibrio de su blanca dentadura. Y también tenía esas orejas puntiagudas que solía esconder con su larga melena. Se echó a reír. Siempre se burlaba de ella llamándola «injerto de alienígena».
—¿Estudiando? Es la hora del descanso.
—Voy bastante retrasada. —Suspiró y apartó los apuntes a un lado—. Tengo que ponerme al día.
—¿Tú? Tú siempre estás al día.
—No, Lidia, no… El profesor León me ha dicho que probablemente me queden tres asignaturas.
—¿A ti? ¡Es imposible! Vas a estudiar medicina el año que viene. Saldrás de esta mierda de instituto y tu vida será mejor. Por lo menos mejor que la mía. Al menos, este año, tus suspensos ensombrecerán los míos delante de papá. —Valeria la fulminó con la mirada—. ¿Qué? Algo bueno tiene que salir de esto.
—Aunque no lo creas, a mí también me está costando adaptarme a este lugar.
Por primera vez en mucho tiempo, Lidia vio a su hermana flaquear. A pesar de su aparente fragilidad, Valeria nunca mostraba sus debilidades, era cautelosa y extremadamente reflexiva. En cambio, ella era más impulsiva y solía tomar decisiones precipitadas de las que acababa arrepintiéndose. Se compadeció de su hermana. Si su templanza se estaba quebrando, no lo debía de estar pasando nada bien.
—Hablemos de temas más agradables —le dijo mientras desenvolvía su bocadillo de mortadela y le daba un mordisco—. ¿Has visto quién está sentado al fondo?