Los días siguientes apenas veo al príncipe. Desde nuestra última conversación, su presencia se ha desvanecido, como si nunca hubiera existido. Aunque mencionó que trabajaría en el castillo, no llegan ni órdenes ni tareas específicas. "Otra de sus mentiras," pienso. No me molesta. Prefiero la libertad que viene con su ausencia.
Pero esa libertad es una ilusión. A cada paso que doy, los dos soldados que estaban apostados en mi habitacion el primer dia, me siguen como sombras persistentes. No importa si camino por los jardines, visito los establos o intento perderme en un rincón del castillo; ellos siempre están ahí. Silenciosos, firmes, vigilando cada movimiento.
El primer intento ocurre en los jardines. Paseo lentamente por los senderos, aparentando estar interesada en las flores y en cómo el sol moribundo baña de dorado las hojas de los rosales. Al llegar a un extremo del jardín, donde un muro cubierto de enredaderas me ofrece una posible salida, mido mis posibilidades. El muro no es tan alto, y las enredaderas parecen lo suficientemente resistentes para soportar mi peso.
Cuando estoy a punto de impulsarme, una voz fría y cortante rompe mi concentración.
—Señorita, —una voz fría y cortés interrumpe mi movimiento.
Levanto la vista y ahí está uno de ellos, mirándome como si supiera exactamente lo que planeaba. Me sostiene del brazo con firmeza, pero sin brusquedad, mientras su compañero se mueve para bloquear cualquier posible salida.
—Regresemos al sendero, —añade con un tono que no deja lugar a protestas.
Me suelto con un tirón y vuelvo al camino, mascullando insultos que no me atrevo a decir en voz alta.
El segundo intento tiene lugar cerca de los establos, otro atardecer. Con el cielo pintado de tonos naranjas y rosados, disimulo mi interés en los caballos, acariciando uno de ellos mientras mis ojos buscan una salida. Espero a que los soldados se distraigan. Escucho sus murmullos al fondo, y cuando estoy segura de que no me observan, rodeo el corral y corro hacia una puerta lateral.
Mis botas resuenan contra el suelo de piedra mientras cruzo la puerta, sintiendo por primera vez una chispa de esperanza. Pero la chispa se apaga tan rápido como se encendió. Antes de que pueda dar tres pasos hacia el campo abierto, una figura aparece frente a mí.
—Señorita, no tiene permitido salir del recinto, —dice uno de ellos, bloqueando mi camino con una postura relajada pero completamente inamovible.
El otro soldado llega por detrás, como si hubiera sabido desde el principio lo que planeaba. No me escoltan esta vez; me arrastran, y la humillación es peor que el fracaso.
El tercer intento es desesperado. Camino hacia el borde de los jardines, donde los árboles comienzan a volverse más densos. La luz del sol casi ha desaparecido, dejando solo un resplandor tenue que se filtra entre las ramas. Avanzo con calma, esperando que los soldados mantengan una distancia prudente, pero cuando las sombras de los troncos me envuelven, corro. Corro con toda la fuerza que tengo, zigzagueando entre los troncos, con ramas arañándome los brazos mientras busco un lugar donde esconderme.
El corazón me late con fuerza cuando veo una brecha entre los árboles, una abertura que promete una posible salida. Pero el alivio dura poco. Uno de los soldados me corta el paso, su figura emergiendo entre las sombras como si me hubiera estado esperando.
—¿Está perdida, señorita? —pregunta, su voz cargada de sarcasmo.
Antes de que pueda responder, el otro aparece detrás de mí, cerrando cualquier posibilidad de escape. Sus expresiones permanecen neutrales, pero sé que deben estar cansados de mis intentos. Yo también lo estoy.
De regreso en el castillo, la frustración me quema. Cada intento termina igual, cada plan se desmorona antes de ejecutarse por completo. Los soldados son implacables, anticipando cada movimiento, siempre a un paso de frustrar mi huida.
Pero esto no es una retirada. Es un repliegue táctico. Si no puedo escapar con ellos siguiéndome, tendré que encontrar una manera de distraerlos. No necesito mucho, solo un segundo en el que bajen la guardia.
Mientras tanto, por las mañanas, encuentro refugio en la biblioteca del castillo, un espacio inmenso que parece extenderse hasta el infinito, con estanterías repletas de libros que contienen siglos de historia y secretos. Es mi escape de la vigilancia constante, aunque siempre hay un guardia apostado cerca de la puerta, observando cada movimiento mío.
Aprovecho estas horas para informarme. No hay mejor arma que el conocimiento, y aquí, entre pergaminos polvorientos y libros encuadernados en cuero, descubro un poco más sobre este reino y los nobles que forman el consejo del príncipe.
Lord Eryan de Valdistar.
Es un hombre mayor, un estratega que ha servido en numerosas guerras a lo largo de su vida. Valdistar, su dominio, se encuentra en las fronteras del norte, donde las montañas se alzan como murallas naturales. Es conocido por su enfoque rígido y su mentalidad conservadora, alguien que valora la disciplina por encima de todo. Según los registros, fue uno de los primeros en apoyar al príncipe, aunque sus motivos parecen más ligados al deseo de mantener el orden que a una verdadera lealtad.
Lord Verick, de las tierras del sur.
En contraste con Eryan, Verick proviene de una región rica en recursos, conocida por sus viñedos y campos fértiles. Su nombre aparece frecuentemente en tratados comerciales y acuerdos diplomáticos, consolidando su reputación como un hábil negociador. Sin embargo, no me toma mucho tiempo descubrir los rumores sobre él: que su ambición no tiene límites y que, en más de una ocasión, ha utilizado sobornos y amenazas para asegurarse de que las cosas salgan a su manera.
Sir Hadrian, comandante de la Guardia del Oeste.
Hadrian destaca por su lealtad absoluta al príncipe. Es un hombre curtido por la batalla, alguien que ha pasado más tiempo en los campos de guerra que en los salones de baile. La Guardia del Oeste, bajo su mando, es conocida por su eficiencia implacable y su brutalidad en combate. Los libros hablan de su valentía, pero también mencionan una frialdad que raya en la crueldad cuando se trata de cumplir órdenes.