Justo cuando me encamino hacia la puerta, escucho un suave clic. Me detengo en seco, parpadeando mientras mi mente intenta procesar lo que acaba de ocurrir. Camino hasta la puerta y giro el pomo con fuerza. Nada. Cerrada.
—A este hombre le gusta demasiado mantenerme encerrada —murmuro entre dientes, sintiendo cómo una mezcla de rabia y frustración se enciende en mi pecho. Rowan y su maldito control.
Cruzo los brazos, respiro hondo e intento calmarme. ¿De verdad cree que esto va a detenerme?
—Bien, Rowan, si quieres jugar, jugaremos —susurro para mí misma, lanzando una mirada rápida por la habitación. No pienso quedarme aquí como una prisionera, y mucho menos perder la oportunidad de averiguar qué está ocurriendo.
Mis ojos recorren el espacio, evaluándolo. El cuarto refleja una mezcla de funcionalidad militar y un gusto sorprendentemente refinado: mapas enmarcados adornan las paredes, libros perfectamente alineados descansan en un estante, y un escritorio robusto cubierto de papeles ocupa el centro. Ahí está. Mi primera oportunidad.
Me acerco al escritorio y comienzo a buscar. Abro el primer cajón y me encuentro con papeles, pergaminos y un par de plumas. Lo cierro con un gruñido. El segundo cajón contiene unas llaves pequeñas que, por supuesto, no encajan en la cerradura.
—Por supuesto que no sería tan fácil —mascullo, frustrada, mientras mis dedos tamborilean sobre la madera del escritorio.
Entonces, mi mirada se detiene en una pequeña daga decorativa descansando sobre la superficie. Es más ornamental que funcional, pero la hoja parece lo suficientemente fina como para intentar forzar la cerradura.
—Perfecto, —susurro, tomando la daga con cuidado.
Me acerco a la puerta y, con el corazón latiendo con fuerza, inserto la punta de la hoja en la cerradura. Respiro hondo y empiezo a moverla con cuidado, tanteando cada pequeño giro. El sonido metálico de la hoja al rozar los engranajes es un recordatorio de lo arriesgado que es esto.
—Vamos, vamos... —murmuro entre dientes, sintiéndome ridícula por hablarle a una cerradura.
Finalmente, un leve clic rompe el silencio. Una sonrisa triunfal cruza mis labios mientras giro el pomo. Esta vez, la puerta se abre.
Antes de salir, me detengo y escucho atentamente. El pasillo está en silencio, salvo por el suave crepitar de las antorchas en las paredes de piedra, cuyas sombras oscilan como si estuvieran vivas. Respiro hondo, agudizando los sentidos por si hay pasos o voces. Nada.
Con pasos ligeros, me deslizo fuera del cuarto y cierro la puerta tras de mí con cuidado. El leve sonido del pestillo parece resonar más de lo debido, pero nadie parece percatarse.
Vuelvo a recorrer el pasillo mientras mi mente trabaja rápidamente. Recuerdo los pocos días que he pasado aquí, aunque bajo una vigilancia constante. No he podido explorar mucho, pero he observado lo suficiente para tener una idea básica de la distribución.
La sala del consejo está en el ala este, cerca de los despachos de los nobles de alto rango. Si el mensaje que recibió Rowan era tan urgente, es lógico que se reúnan allí.
No tengo tiempo que perder, pero sé que tampoco puedo arriesgarme a cometer un error y ser descubierta. Avanzo con cautela, pegándome a las paredes. Mi sombra se mezcla con las oscilantes llamas de las antorchas, casi invisible.
Al girar una esquina, me detengo en seco. Un soldado.
El eco de sus botas resuena en el mármol mientras avanza con pasos firmes. Mi mente trabaja a toda velocidad mientras retrocedo un paso y busco desesperadamente un escondite. A unos metros, una cortina pesada cuelga junto a un ventanal estrecho. Sin pensarlo dos veces, me deslizo detrás de la tela, conteniendo la respiración mientras el sonido de sus pasos se hace cada vez más fuerte.
Desde mi escondite, veo su sombra proyectada en la pared, deformada por la luz parpadeante de las antorchas. Por un instante, temo que se detenga justo frente a mí, que sus ojos recorran la habitación y me descubran. Pero sus pasos continúan, y el eco se desvanece lentamente.
Espero unos segundos más antes de salir de mi escondite, moviéndome con rapidez pero en silencio.
El camino no se vuelve más fácil. Otro soldado está apostado frente a una puerta más adelante, de pie, con la mano descansando sobre la empuñadura de su espada. Me escondo tras una columna, observándolo mientras parece ajustar su cinturón.
"¿Se quedará ahí mucho tiempo?" pienso, la frustración haciendo eco en mi mente. Pero entonces, como si mis pensamientos fueran escuchados, un sonido lejano llama su atención. El soldado gruñe algo ininteligible y se aleja por el pasillo opuesto, dejando mi camino despejado.
Finalmente, al doblar una última esquina, me detengo en seco. Allí está.
La majestuosa puerta que da acceso a la sala del consejo se alza frente a mí.
Es imponente, de madera oscura tallada con intrincados patrones que cuentan historias de batallas y victorias antiguas. El escudo de armas de Belfalas brilla en el centro, rodeado de relieves que parecen cobrar vida bajo el parpadeo de las antorchas.
Busco con la mirada algo que pueda usar como excusa para acercarme más sin ser detectada. A mi derecha, un carrito con bandejas de comida y jarras de vino espera ser llevado al interior. Sonrío para mis adentros.
Sin pensarlo dos veces, me muevo rápidamente hacia el carrito. Me deslizo dentro de la parte inferior, donde unas toallas y telas están apiladas. Por suerte, el carro está rodeado por una tela gruesa que oculta su interior, protegiéndome de las miradas indiscretas. Justo a tiempo: escucho pasos apresurados y una voz femenina antes de que el carrito comience a moverse.
La sirvienta lo empuja con firmeza hacia la sala del consejo. Mi corazón late con fuerza mientras el sonido de las ruedas resuena contra el suelo de piedra.
"Esto es una locura," pienso, pero ya no hay marcha atrás.