Los días siguientes se convierten en un torbellino de frustración y agotamiento. Cada jornada está saturada de lecciones interminables: historia, política, protocolo y una lista interminable de nombres de nobles que parecen más un rompecabezas absurdo que algo útil. Mis instructores no muestran piedad; cada detalle es, según ellos, crucial para el papel que esperan que desempeñe.
Pronto noto un cambio que me resulta incómodo. El tiempo que solía pasar discutiendo con Rowan, lanzándole pullas o simplemente intercambiando miradas desafiantes, desaparece casi por completo. Durante el día, apenas lo veo. Sus compromisos como regente lo mantienen ocupado, y las únicas veces que vuelvo a cruzarme con él son al final de la noche, en los aposentos que ahora compartimos.
Lo que más me desconcierta no es su ausencia, sino cuánto empiezo a extrañar su compañía. Antes, me esforzaba por mantenerlo a distancia, convencida de que me irritaba más de lo que me beneficiaba. Ahora, en su ausencia, me doy cuenta de lo reconfortante que era tenerlo cerca, incluso si la mayor parte del tiempo era para discutir.
Rowan, con esa habilidad suya para notar cosas que preferiría mantener ocultas, no deja pasar este cambio. Aunque no dice nada directamente, cuando finalmente termina sus interminables obligaciones, siempre encuentra un momento para acercarse y dedicarme más tiempo por las noches. A veces se limita a escuchar mis quejas sobre las clases agotadoras, y otras simplemente hablamos de los eventos del día.
Esos momentos, aunque breves, son suficientes para recordarme que, por extraño que parezca, su presencia se ha convertido en algo que empiezo a valorar más de lo que quiero admitir.
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Una noche, llego a los aposentos con el ceño fruncido y el cabello ligeramente desordenado, la irritación escrita en cada uno de mis movimientos. Rowan, sentado junto al ventanal con un mapa desplegado sobre la mesa, alza la vista al escucharme entrar.
—Estaba empezando a pensar que habías encontrado otra torre para esconderte de mí, —dice, recostándose con una expresión que mezcla diversión y curiosidad—. ¿Qué ocurrió ahora?
—Mi instructora de etiqueta, —respondo con un bufido, cruzándome de brazos mientras me dejo caer en el sofá—. Me dijo que mi manera de caminar "carece de gracia." ¿Qué demonios significa eso? ¡Mis piernas funcionan perfectamente bien!
Rowan deja escapar una risa suave, esa que logra irritarme y relajarme al mismo tiempo.
—Supongo que significa que no caminas como una reina, —responde, encogiéndose de hombros con aire despreocupado.
Lo miro fijamente, entrecerrando los ojos mientras lo señalo con un dedo amenazante.
—Si tú eres el próximo en criticar cómo camino, te juro que usaré mis piernas perfectamente funcionales para patearte, Rowan.
Él alza las manos en un gesto de rendición, aunque la sonrisa que curva sus labios no hace más que ensancharse.
—No se me ocurriría, —dice, pero su tono deja claro que se está divirtiendo—. Entonces, ¿qué más aprendiste hoy?
Resoplo, dejándome caer más profundamente en el sofá como si quisiera hundirme en él.
—Oh, aparte de caminar sin parecer que tropiezo con el aire... aprendí a sonreír como si no quisiera huir, a fingir interés en conversaciones terriblemente aburridas y a controlar mis ganas de gritar. Todo muy útil, como puedes imaginar.
Rowan suelta una risa baja y finalmente se acomoda a mi lado en el sofá, con su taza de té en la mano.
—Por lo que veo, ya tienes bastante práctica en lo último, —comenta, su sonrisa burlona acompañada de una mirada que claramente espera provocarme.
—¡Ja, ja! —respondo con sarcasmo, rodando los ojos—. Te prometo que lo siguiente que voy a aprender es cómo ignorar tus comentarios inútiles.
Él niega con la cabeza, aún riendo suavemente.
—No creo que lo logres, —dice, inclinándose hacia atrás con una expresión de diversión tranquila—. Admitámoslo, Layla, disfrutas demasiado teniendo a alguien con quien discutir.
Intento responder, pero en lugar de eso, una sonrisa escapa de mis labios antes de que pueda detenerla. Sé que tiene razón, aunque me niego a dársela tan fácilmente.
—Eres insoportable, —murmuro finalmente, tomando el libro que había dejado sobre la mesa para intentar seguir estudiando—. Ahora cállate y déjame entender por qué los duques de la Costa del Este se odian tanto con los del Valle del Norte.
—Oh, eso es fácil, —interviene Rowan, inclinándose hacia mí con una expresión relajada—. Hace años, en un banquete, un duque del Norte derramó vino en el vestido de la duquesa de la Costa. Nadie sabe si fue un accidente o si lo hizo a propósito, pero desde entonces, todo ha sido tensiones y pequeños desaires.
Levanto la mirada del libro, incrédula, y abro la boca para decir algo. Sin embargo, mis palabras se congelan cuando mi atención se desvía, traicionera, hacia los botones superiores de su camisa, que están desabrochados. La tela abierta deja al descubierto parte de su torso, y el aroma cálido y masculino que lo acompaña llega hasta mí, haciéndome morderme el labio de manera inconsciente.
—Ya lo estás haciendo de nuevo, —dice Rowan, su voz baja y cargada de una diversión tan descarada que hace que mi corazón se detenga por un segundo.
Mis mejillas arden de inmediato, completamente rojas al darme cuenta de que me ha pillado mirándolo... otra vez.
—¡No estaba...! —intento replicar, pero la voz se me quiebra, traicionándome.
Él ladea la cabeza, sus ojos grises chispeando con una mezcla de burla y algo más difícil de descifrar. Su sonrisa, esa que parece hecha para desarmarme, no ayuda en absoluto. Intento apartar la mirada, pero antes de que pueda hacerlo, Rowan se inclina ligeramente hacia mí, acortando la distancia entre nosotros aun mas.
—Voy a tener que empezar a contraatacar, ¿no te parece? —dice de repente, su voz baja, cargada de una intención que me pone la piel de gallina.