La Ultima Guardiana

CAPITULO 12

Mientras avanzamos por los pasillos del castillo, noto que nos alejamos de las zonas que suelo frecuentar. Finalmente, salimos a un pasillo lateral que da al exterior. El aire fresco me envuelve, y por un momento cierro los ojos, disfrutando del cambio de ambiente.

—¿Adónde vamos? —pregunto de nuevo, esta vez con menos irritación.

—Ya lo verás —es todo lo que dice, manteniendo el misterio.

Aunque me niego a admitirlo, una pequeña parte de mí está intrigada por lo que pueda tener planeado.

Caminamos por un sendero que serpentea a través del bosque, el suelo seco y polvoriento bajo nuestros pies, marcado por la sequedad implacable del verano. Las hojas de los árboles se mecen suavemente con el viento cálido, sus sombras proyectando patrones irregulares sobre el camino. Rowan camina delante de mí con pasos confiados, como si conociera cada curva y cada piedra del sendero. Yo, en cambio, mantengo un ritmo más lento, con la mirada fija en el suelo, evitando las raíces que sobresalen aquí y allá.

Tras un rato de avanzar entre los árboles, un nuevo sonido llega a mis oídos. Me detengo en seco, parpadeando mientras intento comprenderlo. Es el suave vaivén de las olas rompiendo contra la orilla, un murmullo constante y tranquilizador que parece surgir de la nada. Miro a Rowan, quien se ha girado para observarme con una ligera sonrisa en los labios.

—¿Es...? —empiezo a preguntar, pero mi voz se apaga cuando acelero el paso, dejándome guiar por el sonido hasta que los árboles se abren, revelando una vista que me deja sin aliento.

La vista es impresionante: arena blanca brillando bajo el sol, olas azules rompiendo suavemente contra la orilla, y el aire salado llenando mis pulmones con una frescura revitalizante.

—¿Qué te parece? —pregunta, con una satisfacción evidente en su voz.

—¿Cómo...? —empiezo a preguntar, pero mi voz se apaga al ver el paisaje que se abre ante mí. Mis ojos recorren cada detalle, incapaces de abarcar toda su belleza de una sola vez.

Rowan se queda a mi lado, con las manos en los bolsillos, y por una vez, no dice nada que rompa el momento.

—Es parte de los terrenos del castillo —dice finalmente, con una calma que contrasta con la magnificencia del lugar—, pero casi nadie viene aquí. Pensé que te gustaría.

—¿Y qué te hace pensar eso? —pregunto, tratando de mantener un aire indiferente, aunque mis ojos siguen atrapados en el horizonte. Mi tono tiene el filo de la ironía, pero apenas logra ocultar mi asombro.

—Porque después de una semana encerrada, parecía que necesitabas respirar —responde con una franqueza que me toma desprevenida.

Me quedo en silencio por un momento, mirando el horizonte. Hay algo increíblemente pacífico en el lugar, algo que no he sentido en mucho tiempo. Sin decir nada más, comienzo a caminar hacia la orilla, quitándome los zapatos para sentir la arena bajo mis pies.

—Esto es... hermoso —admito en voz baja, sin darme cuenta de que Rowan me ha seguido y ahora está de pie a pocos pasos de mí.

—Lo es —responde él, pero cuando giro la cabeza, me doy cuenta de que no está mirando el paisaje. Sus ojos están fijos en mí, con una intensidad que hace que mi corazón se acelere.

Desvío la mirada rápidamente, enfocándome en las olas que lamen la orilla.

—Bueno, al menos hiciste algo bien —digo, intentando aliviar la tensión con una broma.

Rowan deja escapar una risa suave y se acerca un poco más.

—Voy a tomar eso como un cumplido, Rebeldía.

—Deja de llamarme así —protesto, aunque no puedo evitar que una pequeña sonrisa se forme en mis labios.

Pasamos unos momentos en silencio, ambos mirando el mar. Por primera vez en días, siento que puedo respirar.

La playa, bañada por la luz cálida del sol, parece un escenario sacado de un sueño. El suave murmullo de las olas y la brisa marina crean un ambiente de calma que contrasta con las emociones confusas que empiezan a formarse en mi interior. Frente a mí, sobre la arena blanca, Rowan ha preparado algo inesperado: una manta extendida cuidadosamente, una canasta de mimbre rebosante de comida, y una botella de vino que brilla bajo la luz del día. Es un gesto que nunca habría imaginado de él.

—¿Un picnic? —pregunto con una mezcla de incredulidad y sarcasmo, arqueando una ceja mientras lo observo—. ¿Es este otro intento tuyo de ganarte puntos conmigo?

Rowan, descalzándose con movimientos despreocupados y remangándose los pantalones hasta las rodillas, levanta la vista con esa sonrisa que parece hecha para sacarme de quicio. Sin embargo, hay algo diferente en su mirada: una calidez sincera que me desconcierta.

—Digamos que pensé que te merecías algo de diversión después de sobrevivir a tu primera semana como futura reina —responde, cruzando los brazos mientras recorre la escena con la mirada, como un pintor evaluando su obra maestra.

Me muerdo el interior de la mejilla para no sonreír. No pienso darle la satisfacción de saber que, en el fondo, el gesto ha tocado algo en mí. Camino hacia la manta con pasos deliberados, dejando que mis pies se hundan en la arena cálida. Al sentarme, mis dedos rozan el suave tejido de la manta, y noto que todo está dispuesto con una precisión casi irritante.

Rowan, como si el peso de las formalidades lo abandonara de repente, comienza a desabrochar los primeros botones de su camisa, dejando al descubierto la piel bronceada y las líneas definidas de sus clavículas. Con un gesto despreocupado, se quita la camisa por completo y la arroja sobre la manta. Su torso desnudo, marcado por músculos tonificados y cicatrices que cuentan historias de batallas pasadas, parece casi una declaración.

Por un instante, mi mirada se detiene en él un poco más de lo que me gustaría admitir. Hay algo fascinante en la mezcla de fuerza y vulnerabilidad que emana, en las líneas de su cuerpo que hablan de años de entrenamiento y sacrificio. Pero cuando me doy cuenta de que estoy mirando fijamente, desvío la mirada hacia el horizonte con rapidez, sintiendo el calor subir a mis mejillas. ¿Es que acaso lo hace a propósito?, pienso.




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