El traqueteo de la carreta resuena en el silencio de la noche, cada giro de las ruedas sobre el camino de piedra marcando la distancia que me separa del castillo. Estoy acurrucada en un rincón, con los brazos cruzados y la mirada perdida en el paisaje que pasa como un borrón frente a mí. Las sombras de los árboles se extienden bajo la luz pálida de la luna, espectros oscilantes que parecen susurrar lo que no quiero admitir: estoy huyendo. Otra vez.
Aprieto los labios, tratando de contener el torbellino de emociones que me embarga. La rabia hacia mí misma por haber actuado impulsivamente. El dolor de recordar la decepción en los ojos de Rowan. Y la culpa, punzante como una daga que no deja de clavarse en mi pecho. Dije que quería escapar, pero no era cierto. Lo sé. Y, sin embargo, aquí estoy, dejando que esta carreta me aleje del único lugar donde, por un breve instante, comencé a sentir que pertenecía.
El aire frío de la noche se filtra por las rendijas de la carreta, acariciando mi piel como si intentara calmar el fuego que me consume. Mis manos se aferran con fuerza al borde de la manta que llevo sobre las piernas, un gesto que no logra detener el remolino de pensamientos en mi mente. Las palabras de Rowan siguen resonando, cada sílaba como una sentencia: "Si te vas, ya no te protegeré."
En el momento, sus palabras me golpearon con fuerza, pero ahora, lejos del castillo, son un eco persistente que late en mi pecho. Rowan no habla por hablar. Lo se. Es un hombre de palabra, y la certeza de que cumpliría esa promesa hace que el peso de mi error sea insoportable.
Una lágrima se desliza por mi mejilla antes de que pueda detenerla, pero la aparto rápidamente con el dorso de la mano, como si borrar esa pequeña muestra de vulnerabilidad pudiera devolverme el control.
Un grito del conductor rompe el silencio cuando espanta a algún animal que cruza el camino, sobresaltándome. La realidad me golpea con fuerza. Estoy huyendo no por miedo, ni siquiera por orgullo. Estoy huyendo porque quedarme habría significado admitirlo: que no soy la misma persona que llegó al castillo, que todo en mí está cambiando, que... lo quiero.
Sacudo la cabeza con fuerza, como si pudiera borrar ese pensamiento. Pero no funciona. Rowan sigue ahí, en mi mente, con su sonrisa inclinada, sus ojos grises que parecen desnudarme con una mirada, esa mezcla de desafío y protección que me desarma. Cierro los ojos con fuerza, apoyando la cabeza contra la madera de la carreta, y dejo escapar un suspiro tembloroso.
"Voy a volver," pienso de repente, y la resolución me golpea como un relámpago.
Sé que el orgullo me trajo hasta aquí, pero no va a detenerme más. No puedo ser esa persona que siempre corre cuando las cosas se complican. No después de lo que he vivido en ese castillo. No después de Rowan.
Mis dedos se aferran con más fuerza a la manta antes de arrojarla a un lado. Me pongo en pie, tambaleándome por el movimiento de la carreta. Con un último vistazo al bosque que se extiende a ambos lados del camino, abro la puerta trasera y salto sin pensarlo dos veces.
El impacto me deja sin aliento. Aterrizo con un golpe seco, rodando por el suelo cubierto de grava y tierra. Las ramas y piedras arañan mis brazos y piernas, pero no me detengo. Jadeando, me arrastro rápidamente hacia los árboles, ocultándome tras un tronco grueso antes de que el conductor pueda mirar hacia atrás.
Contengo la respiración, mi cuerpo temblando mientras escucho el traqueteo de la carreta que se aleja. El conductor no parece haberse percatado de nada, y poco a poco, el sonido de las ruedas se pierde en la distancia, dejando solo el susurro del bosque a mi alrededor.
Cuando estoy segura de que la carreta ha desaparecido, salgo de mi escondite. El camino de tierra se extiende frente a mí, iluminado por la tenue luz de la luna. Regresar al castillo no será fácil. Lo que en carreta tomó poco más de media hora, a pie me llevará horas. Pero no tengo otra opción.
Enderezándome, sacudo la tierra de mis ropas y comienzo a caminar. Mis piernas tiemblan, mis puños se cierran, y mis pasos, aunque vacilantes al principio, pronto encuentran un ritmo firme. El bosque me envuelve con sus sombras, las ramas de los árboles parecen extenderse como manos intentando atraparme. El crujido de las hojas bajo mis pies y el eco de mis pisadas hacen que me gire constantemente, buscando algún peligro que no puedo ver.
El frío de la noche se cuela por las costuras de mi vestido, haciendo que un escalofrío recorra mi cuerpo. Pero sigo adelante, apretando el paso. Rowan, sus palabras, la mirada en su rostro al despedirse, son el fuego que me impulsa a seguir.
El tiempo se vuelve borroso. Una hora pasa, luego dos. Mis piernas laten de dolor, y mis pies, acostumbrados a los suelos planos y elegantes del castillo, protestan con cada paso sobre el terreno irregular. Pero ignoro el dolor, concentrándome en el horizonte.
Finalmente, después de lo que parece una eternidad, las torres del castillo emergen entre los árboles. La vista me llena de alivio y renueva mis fuerzas, aunque sé que lo más difícil aún está por venir.
Con un último suspiro profundo, avanzo hacia el castillo, preparándome para lo que sea necesario. No voy a dejar que todo termine así.
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La entrada a la ciudad está sumida en una calma inquietante, el silencio apenas roto por el murmullo de las hojas arrastradas por el viento o el lejano canto de los pájaros. Las calles estrechas permanecen desiertas, y el eco de mis pasos resuena con una nitidez que me hace sentir demasiado expuesta. Las murallas imponentes que rodean la ciudad se alzan frente a mí, sus piedras desgastadas por el tiempo, firmes y vigilantes como guardianas inquebrantables de los secretos que protegen.
Cruzo bajo el arco de la muralla, y mis ojos se posan en un tablero de anuncios clavado en una pared cercana. La mayoría de los papeles están amarillentos, con las esquinas rasgadas y desgarradas por el viento. Pero uno de ellos, con letras grandes y audaces, destaca como una señal ineludible: "Inscripciones abiertas para el ejército real".