La Sala del Dragón se encontraba en el corazón del castillo, oculta tras puertas de piedra tan imponentes que parecían sellar secretos ancestrales. Al entrar, un aire solemne envolvía el lugar. Las paredes estaban decoradas con intrincados grabados de dragones, cada uno representando una generación de la familia real de Belfalas. Los detalles eran tan precisos que los ojos de las criaturas parecían seguirte, sus escamas talladas brillando con un resplandor extraño bajo la luz de las antorchas.
Grandes antorchas dispuestas en círculos proyectaban sombras danzantes, llenando la sala con una sensación de movimiento constante, como si los dragones cobraran vida en las paredes. El aire era denso, impregnado con el aroma de incienso quemado que emanaba del brasero en el centro de la sala.
En el corazón de la habitación se encontraba una mesa circular de piedra, su superficie grabada con runas antiguas que relucían tenuemente, como si estuvieran conectadas a una energía más profunda. Sobre ella descansaba un brasero, del cual emergía un humo blanco y espeso que parecía flotar con propósito, entrelazándose en espirales que ascendían lentamente hacia el techo.
Solo unos pocos testigos estaban presentes: Rowan, Hak, y tres miembros del consejo real, cada uno envuelto en un manto oscuro con capuchas que ocultaban parcialmente sus rostros. La solemnidad de la escena era tan poderosa que mi corazón latía como un tambor en mi pecho.
Rowan y yo avanzamos hacia el centro de la sala, nuestras pisadas resonando en el suelo de piedra. Cada paso parecía un eco de la decisión que estábamos a punto de tomar, uno que no tenía marcha atrás.
—Este ritual es más que una promesa, Layla, —dice Rowan en voz baja, su mirada fija en el altar—. Es un vínculo eterno. Si lo hacemos, no habrá vuelta atrás.
Me detengo por un momento, dejando que sus palabras se asienten en mí, pero la convicción en mi interior es más fuerte que el miedo.
—No quiero que la haya, —respondo, y mi propia certeza me sorprende.
Rowan asiente lentamente, su mirada intensa reflejando algo entre admiración y orgullo. No necesitamos más palabras; el peso del momento habla por sí mismo.
Un hombre mayor emerge de las sombras, vistiendo una túnica ceremonial negra adornada con runas doradas que brillan bajo la luz de las antorchas. Su rostro está cubierto por una máscara de madera tallada con la forma de un dragón, dándole un aire de misterio y autoridad. En su mano, lleva un cuchillo ceremonial de hoja curva, grabado con runas que parecen vibrar con una energía inquietante.
Su voz, profunda y resonante, llena la sala con una gravedad que parece amplificar la importancia de sus palabras.
—Este es el ritual de sangre, la prueba de lealtad y valía para unirse a la casa real. No es una simple ceremonia. Es un desafío que pondrá a prueba cuerpo, mente y espíritu.
El cuchillo brilla bajo la luz de las llamas, y su destello parece reflejar las emociones que llevo dentro: miedo, esperanza y una determinación férrea. Mi corazón late con fuerza, cada palabra del anciano cayendo sobre mí como un martillo, pero no retrocedo.
—Si fallas, —continúa el anciano, su tono más grave aún—, el vínculo será rechazado, y perderás toda posibilidad de reclamar tu lugar junto al príncipe.
Sus palabras parecen tallarse en piedra, un recordatorio brutal de lo que está en juego. El sonido de sus sandalias de cuero contra la piedra rompe el silencio, resonando como un eco de advertencia en la sala.
El cuchillo ceremonial, con su hoja curva y las runas que parecen brillar desde dentro, tiene un aura casi viva. Refleja la luz en destellos hipnóticos, como si entendiera el papel que desempeñará esta noche.
Siento a Rowan a mi lado, su proximidad actuando como un ancla en medio de mi creciente tormenta de nervios. Aunque su mirada está fija en el altar, de vez en cuando sus ojos se desvían hacia mí, como si quisiera asegurarse de que sigo firme en mi decisión. Cada vez que lo hace, un atisbo de calma intenta imponerse al caos dentro de mí.
—Colocaos ante el altar, —ordena el anciano, su voz retumbando como si surgiera de las entrañas de la tierra misma.
Doy un paso adelante. Mi respiración es irregular, pero mis piernas no vacilan. Cada fibra de mi ser me dice que no puedo retroceder ahora. Rowan se mueve conmigo, su presencia sólida y protectora como un escudo invisible contra lo desconocido.
El altar, cubierto por una tela negra bordada con dragones entrelazados en hilos dorados, parece cobrar vida bajo la tenue luz de las antorchas. En el centro, un recipiente de piedra tallado con runas grabadas descansa como si esperara este momento.
El anciano se detiene frente a nosotros. En sus manos, el cuchillo ceremonial brilla con un reflejo inquietante. Eleva la hoja por encima de su cabeza, sus labios comenzando a entonar un canto en una lengua antigua. Las palabras reverberan en las paredes, llenando cada rincón de la sala con un eco grave que parece vibrar en mis huesos.
—Extiendan sus manos, —ordena finalmente, su tono cortante como el filo del cuchillo que sostiene.
Rowan es el primero en obedecer, extendiendo su mano con una firmeza que me inspira. Yo lo imito, aunque no puedo evitar el leve temblor que recorre mis dedos. El anciano coloca el cuchillo sobre la palma de Rowan, haciendo un corte limpio y preciso. La sangre gotea lentamente en el recipiente de piedra, su rojo oscuro contrastando con las runas luminosas que lo decoran.
Cuando el anciano se vuelve hacia mí, mi corazón da un salto, pero no aparto la mano. El corte es pequeño, pero el ardor que deja me quema como una marca imborrable, una prueba de lo real que es todo esto. La sangre se mezcla con la de Rowan en el recipiente, y el anciano comienza a agitarla con una rama seca, sus murmullos tornándose más intensos, casi frenéticos.
—La sangre de la realeza y la del vínculo elegido ahora se mezclan, —declara, sus palabras llenando el aire con una solemnidad que parece detener el tiempo.