La Ultima Guardiana

CAPITULO 19

Mientras el dragón ascendía, su forma imponente y aterradora rompía las últimas piedras del techo destrozado, elevándose hacia la libertad. El cielo del amanecer se teñía de tonos rosados y dorados, pero la silueta negra y azul del Guardián dominaba el horizonte, una figura que parecía abarcar el mundo entero.

Por un momento, su cuerpo se alzó majestuoso contra la luz naciente, cada movimiento de sus inmensas alas proyectando una sombra que cubría todo a su paso. Era un símbolo de poder puro, una fuerza ancestral que desafiaba todo lo que alguna vez se había conocido.

Desde la ciudad de Galkhein, los habitantes levantaron la vista, sus rostros llenos de incredulidad y temor. La visión del dragón surcando el cielo rompió el frágil equilibrio de la calma matinal. Gritos comenzaron a llenar las calles. El pánico se extendió como un incendio incontrolable mientras la gente corría buscando refugio. Algunos caían al suelo, incapaces de moverse, sus miradas clavadas en el cielo, mientras otros se empujaban desesperadamente hacia las puertas de las casas y templos. Las alas del dragón generaban ráfagas que sacudían las viviendas y arrancaban tejas de los tejados.

En el castillo, los nobles que habían permanecido en la Sala del Dragón observaban la escena desde las ventanas. Sus rostros, normalmente controlados y fríos, estaban ahora marcados por el horror. Algunos murmuraban oraciones apresuradas; otros se quedaron en completo silencio, incapaces de articular palabra alguna.

El mundo exterior continuó su curso, pero para mí, el tiempo se detuvo. Mi cuerpo permaneció en un estado de sueño profundo, ajeno a los acontecimientos que se desarrollaban a mi alrededor.

El día siguiente llega con un peso ominoso que se cierne sobre todo el castillo. Los primeros rayos del sol no traen consuelo, sino un frío recordatorio de lo que está por venir. El aire está cargado de tensión, y el eco de los acontecimientos de la noche anterior aún resuena en los pasillos.

En el gran salón del castillo, todo está dispuesto para la ceremonia. Candelabros dorados brillan con una luz casi cruel, y el sonido de las flautas y los laúdes parece más un lamento que una celebración. Las paredes están adornadas con estandartes de la familia real, pero su majestuosidad solo resalta la atmósfera de opresión que llena el espacio.

Nobles ataviados con ropas opulentas ocupaban los bancos laterales, sus voces susurrantes llenas de especulación. Nadie mencionaba al dragón directamente, pero la sombra de lo ocurrido la noche anterior pesaba en el ambiente como una nube oscura.

Rowan estaba de pie frente al altar, su postura rígida como una estatua. Sus ojos grises, normalmente vivos y cálidos, eran ahora pozos de hielo. Su mandíbula estaba tensada, y cada línea de su cuerpo mostraba su resistencia interna, una batalla que libraba contra el destino que se le imponía.

Lady Elise, a su lado, lucía radiante en un vestido blanco perlado que reflejaba la luz de las velas. Su sonrisa era medida, un gesto cuidadosamente estudiado para transmitir gracia y autoridad. Pero sus ojos, brillantes de triunfo, delataban su verdadera satisfacción.

El rey, sentado en su trono elevado al fondo del salón, observa todo con una expresión impenetrable. Su voz resonó con la fuerza de una orden incuestionable cuando esa misma mañana obligó a Rowan a cumplir con el acuerdo.

—El reino necesita esta alianza. Harás lo que se te ordena, —había dicho, su tono firme como el acero—. No habrá más discusiones.

Pero incluso ahora, sentado con toda la autoridad que su posición le confiere, parece nervioso. Tal vez porque sabe que Rowan no ha pronunciado una sola palabra desde que empezó el día.

El sacerdote, una figura alta y austera con una túnica dorada, se posiciona frente a la pareja y levanta las manos para pedir silencio. Los murmullos se apagan, y la sala queda sumida en un silencio opresivo.

—Hoy, —comienza, su voz profunda resonando en el gran salón—, nos reunimos para unir en matrimonio al príncipe Rowan de Belfalas y a Lady Elise de las Tierras del Sur. Esta unión marca no solo un compromiso entre dos almas, sino también la alianza de dos grandes casas, que asegurarán la estabilidad y prosperidad de nuestro reino.

Las palabras del sacerdote son cuidadosamente medidas, pero cada una parece un cuchillo para Rowan. Sus manos, ocultas detrás de su espalda, se tensan hasta que los nudillos se vuelven blancos.

Cuando el sacerdote extiende un pequeño cojín donde descansan dos anillos dorados, Rowan apenas levanta la mirada. Su respiración es profunda, como si estuviera conteniendo algo que amenaza con escaparse.

—Príncipe Rowan, —dice el sacerdote—, ¿aceptas a Lady Elise como tu legítima esposa, para honrarla, protegerla y...

—No. —La palabra escapa de los labios de Rowan antes de que pueda detenerse.

Un murmullo de incredulidad estalla en la sala. Lady Elise lo mira, su sonrisa desmoronándose en una expresión de sorpresa y furia contenida. El sacerdote, desconcertado, tartamudea, pero Rowan levanta una mano para detenerlo.

—Acepto casarme porque es mi deber, —dice Rowan, su voz firme, aunque cada palabra parece rasgarle por dentro—. Pero no llevaré este anillo. No pronunciaré votos que no siento.

Su mirada se dirige al rey, y por un momento, el salón entero parece contener el aliento.

—Haré esto por el reino, padre. Pero no renunciaré a Layla.

La tensión en el aire es casi insoportable. El rey frunce el ceño, su mandíbula apretada, pero no dice nada. Es Lady Elise quien rompe el silencio.

—Esto es inaceptable, —dice, su voz cortante como una espada—. ¿Cómo puedes humillarme de esta manera?

El rey se levanta de su trono con un movimiento lento pero deliberado, su porte irradiando autoridad.

—Basta, Rowan, —ordena, su voz grave y cargada de desaprobación—. Este no es el lugar ni el momento para tus desobediencias. La alianza está hecha, y la ceremonia se llevará a cabo como se planeó.




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