El cuarto día poseía un cielo gris y pesado nuevamente, como si el propio castillo reflejara la tensión acumulada. Rowan había pasado la mayor parte de la noche anterior, otra vez, en vela, su mente atrapada entre la preocupación por Layla y el resentimiento hacia las constantes presiones políticas. La atmósfera en el gran salón era opresiva con las ultimas luces del dia iluminaban tenuemente el lugar, con el rey en su trono y los consejeros intercambiando susurros mientras Rowan intentaba ignorar las miradas inquisitivas.
Fue entonces cuando las puertas se abrieron de golpe, y un mensajero irrumpió en la sala, su respiración agitada y su rostro cubierto de sudor.
—¡Príncipe Rowan! —exclamó con urgencia, inclinándose profundamente ante él y el rey.
La atención de todos en la sala se concentró en el hombre. El rey enderezó su postura, y Rowan dio un paso adelante, su expresión tensa.
—¿Qué ocurre?
—Un contingente de mercenarios ha sido avistado cerca de los límites de Balfalas, —dijo el mensajero, su voz temblando ligeramente—. Han comenzado a incendiar aldeas en las fronteras del este.
Un murmullo de preocupación recorrió la sala. Los consejeros intercambiaron miradas nerviosas, mientras algunos comenzaban a discutir en voz baja. Rowan se cruzó de brazos, sus ojos grises analizando cada detalle del mensajero.
—¿Mercenarios? —preguntó, su tono cargado de escepticismo—. No había informes recientes de actividad en las fronteras. ¿Por qué justo ahora?
El mensajero bajó la mirada, vacilante, y Rowan notó cómo sus manos temblaban ligeramente al apretar el pergamino que llevaba. Antes de que pudiera presionarlo más, Elise intervino, avanzando con una gracia calculada hacia el centro de la sala.
—Tal vez sea una coincidencia, —dijo, su voz dulce y medida, aunque su mirada tenía un brillo malicioso—. O tal vez, querido Rowan, sea una señal de que tus deberes como príncipe están siendo descuidados.
Su tono era inocente, pero cada palabra estaba cargada de una acusación velada. Rowan apretó los dientes, su mandíbula tensándose mientras su mirada se posaba en Elise. Sabía que había algo sospechoso en todo esto. La falta de informes previos, la coincidencia con las tensiones políticas... Todo apuntaba a una trampa.
El rey, sin embargo, no compartía su duda.
—Esto es lo que ocurre cuando se extienden rumores y el pueblo comienzan a dudar de nuestra fuerza, —dijo, su tono severo mientras clavaba los ojos en Rowan.
Rowan exhaló lentamente, intentando contener su frustración. Miró de nuevo al mensajero, observando los detalles que no encajaban: la falta de una insignia oficial en su ropa, el sudor excesivo, y ese leve temblor en sus manos. Pero, por más que sospechara, no podía ignorar un posible peligro para las aldeas del este.
Finalmente, asintió, aunque su mirada permaneció fija en Elise, que mantenía una expresión tranquila y serena.
—Partiré de inmediato, —dijo con firmeza.
Elise inclinó la cabeza ligeramente, su sonrisa apenas perceptible.
—Es lo correcto, querido —dijo suavemente—. Estoy segura de que todo se resolverá sin problemas.
Rowan dio un último vistazo al mensajero antes de dirigirse hacia la puerta. No podía ignorar el deber, pero tampoco podía sacudirse la sensación de que, al dejar el castillo, estaba jugando directamente en las manos de Elise.
Mientras Rowan cruza los portones del castillo acompañado de sus soldados, Elise observa desde una ventana alta, su sonrisa satisfecha apenas visible bajo la tenue luz que entra en la habitación. Con Rowan fuera, todo está en marcha.
En la habitación de Rowan, Hak permanece sentado junto a Layla, su espada descansando sobre sus rodillas. La tensión en su cuerpo refleja la vigilancia constante con la que ha estado protegiéndola. Pero los sonidos lejanos de la conmoción llaman su atención. Hak se levanta rapidamente, sus sentidos alerta.
Los ecos de gritos y el sonido inconfundible de metal chocando contra metal llenan los pasillos. Las antorchas parpadean en las paredes mientras el caos se extiende. Los sirvientes corren en todas direcciones, algunos llevando cubos de agua en un intento desesperado por sofocar los pequeños incendios que los mercenarios han provocado.
Antes de que pueda abrir la puerta, esta se abre de golpe, y un joven guardia entra jadeando, su rostro pálido y sudoroso.
—¡General Hak! —exclama, inclinándose ligeramente mientras intenta recuperar el aliento—. ¡Los intrusos han irrumpido en el ala oeste! ¡Están atacando a los sirvientes y destruyendo los almacenes!
Hak frunce el ceño, su mano ya cerrándose sobre el mango de su espada.
—¿Cuántos son? —pregunta con una voz grave, sus ojos clavados en el guardia.
—Cinco o seis, señor, —responde el guardia, todavía sin aliento—. Pero están bien armados. Los soldados asignados a esa zona no pueden contenerlos. Están arrasando con todo a su paso.
Hak mira rápidamente a Layla, inmóvil en la cama, sus marcas doradas pulsando débilmente con la luz. Sabe que no puede dejarla sola, pero también sabe que no puede ignorar un ataque al castillo. Apretando los dientes, toma su espada y se vuelve hacia el guardia.
—Escúchame bien, —dice, su voz firme como el acero—. No permitas que nadie entre en esta habitación, ¿me entiendes? ¡Nadie!
El guardia asiente rápidamente, pero hay un leve titubeo en sus ojos, un detalle que Hak, apurado por la situación, no alcanza a notar.
—Sí, señor. Protegeré la habitación con mi vida.
Hak asiente, aunque su instinto le dice que algo no está del todo bien. Sin embargo, no tiene tiempo para cuestionarlo. Se ajusta la espada y sale de la habitación con pasos decididos, su figura desapareciendo por el pasillo mientras el eco de los gritos se hace más fuerte.
Hak llega al ala oeste para encontrarlo sumido en el caos. El humo flota en el aire, y las llamas lamen los marcos de las ventanas mientras los mercenarios atacan con precisión. Tres guardias están luchando desesperadamente contra dos de ellos, mientras otros dos mercenarios prenden fuego a los estantes de suministros.