No es que esperara ver a todos desgarrándose las vestiduras, llorando como plañideras o tirados en el piso del dolor, pero tampoco estaba lista para lo que vi. Varios de los que se decían mis amigos, que juntos compartimos comidas, cenas, fiestas, reuniones y hasta vacaciones, que me hablaban a cualquier hora para contarme sus penas y que ayudé hasta prestándoles dinero, pasaban junto a mi ataúd con una sonrisa burlona y contaban chistes por lo bajo mientras se atascaban de bocadillos y se acaban el café.
Estaban también los directores de los veinte hospitales que teníamos en todo el país, con sus asistentes. Tenían una pose muy solemne y respetuosa, pero me di cuenta que estaban al pendiente de sus teléfonos, viendo un partido de fútbol que se llevaba a cabo en ese momento.
Ninguno de los accionistas al parecer había pasado por aquí. No figuraban en el libro de visitas. Tampoco Don Rigoberto, el dueño. Supongo que están demasiado ocupados para darle el último adiós a quien dedicó veinte años de su vida a hacer crecer esta empresa.
Los jefes de departamento que vi, dieron un paso rápido e indolente, como por compromiso. Sólo los médicos y enfermeras, así como las chicas de administración, de limpieza, las archivistas e incluso las asistentes médicas, se veían afectadas o al menos conmovidas. Me di cuenta que esas personas que los altos mandos consideraban sólo un número de nómina y trataban por encima del hombro, eran los más sinceros. No es que fuera una gran sorpresa tampoco.
Me senté derrotada en una esquina, tratando de pasar desapercibida, mirando con odio a aquellos que parecían disfrutar mi fallecimiento y con agradecimiento a los pocos que me dedicaban al menos una palabra dulce. Alguien se sentó a mi lado y se veía no sólo triste, sino devastado. Dos lágrimas le corrían por el rostro, aunque el hacía todo lo posible por disimular. Era Leonardo Bianco, el jefe de residentes del hospital universitario. No entendía.
Me volteo a ver y trató de esbozar una sonrisa.
Estaba atónita. Leonardo y yo habíamos nunca habíamos hablado más allá de lo profesional: Cuando lo contratamos, en las juntas anuales donde presentaba su plan de trabajo, nos topamos en la cafetería algunas ocasiones e intercambiamos saludos, lo cité a mi oficina por temas de los estudiantes… Pero nada más.
Me paré casi corriendo para alejarme. No quería irme aún, no podían descubrirme y, sobre todo, no quería otra escena como la del hacía un rato. Vi a Mario y Abril escabullirse hacia una sala vacía. No podía creer su descaro. Mi cuerpo aún no se enfriaba en ese ataúd y ellos… Por más que quería seguirlos y descubrirlos, exponerlos, sabía que no era el momento. Me acerqué discretamente al ataúd, pero estaba cerrado. Alguien se paró tras de mí y me tomó de los hombros.
Él quiso decir algo y más y seguirme, pero tomé del brazo a Leonardo.
Lo último que necesitaba en este momento, era a mi hijo tratando de seducirme, pensando que era Michelle, y justo en mi funeral, como si no le importara en lo más mínimo que su madre había muerto. Empecé a llorar.
Leonardo me tomó la mano. Por un instante, temí que fuera como muchos de los médicos que conocía… Casanovas esperando cazar a una nueva presa y más a una tan joven. La quité instintivamente. Él se sorprendió, pero simplemente se recargó en su asiento.
Lo miré con los ojos muy abiertos. ¿Cómo…?