Cuando empecé en Medi Core Associates, recién desempacada de la Universidad, había muchas cosas que no sabía hacer. Mis hijos estaban pequeños, Mario había empezado la Universidad y yo tenía que dividirme entre trabajo, guardería, niños… Mi jefe era el gerente de ventas, un tipo déspota, abusivo, al que le encantaba humillar a la gente. Yo aguanté muchas groserías porque era mi primer trabajo, porque la paga era muy buena y porque lo necesitaba para sacar a flote a mi familia.
Un día, uno de los gemelos se peleó con otro niño en la guardería y tuve que ir por él en mi hora de comida y llevármelo a la oficina. La jefa de enfermeras se compadeció de mí y lo tuvo en el área de pediatría con los pacientes no infecciosos.
Faltaba menos de una hora para la salida y creía que la había librado, cuando una de las vendedoras, que me odiaba porque la había puesto en evidencia por su mal manejo de viáticos, se dio cuenta y fue a contárselo a mi jefe.
Era Mayra, que en ese entonces, era la asistente personal del SubDirector administrativo. Habíamos coincidido en la cafetería un par de veces. Era una mujer muy eficiente, estricta pero justa y, sin que yo lo supiera, había seguido mi trayectoria e investigaba lo que pasaba en mi departamento.
Al final del mes, corrieron al gerente y a la vendedora que había manipulado sus cuentas y a mí me ascendieron a gerente. Mayra y yo nos volvimos inseparables desde entonces. Me vio escalar puestos, desde gerente de varias áreas a subdirectora administrativa, regional de administración y finalmente CEO. Ella por su parte, recibió una muy buena oferta de una farmacéutica y se convirtió en directora de Recursos Humanos.
Nuestra amistad se mantuvo intacta. Fui dama de honor en su boda. Lina y Alexander, su hijo, tenían la misma edad y estuvieron juntos de la primaria a la preparatoria, de hecho, bromeábamos con que seríamos consuegras. Luego mi hija se quiso ir a Nueva York, su hijo se fue a Europa y está por terminar sus estudios en Seguridad Alimentaria.
Seis meses antes del accidente, nos vimos como todos los miércoles para desayunar. Hablamos de los hijos, del trabajo…
Fue un golpe demasiado bajo, me dejé llevar por la molestia que me provocaron sus palabras. Su matrimonio se había terminado apenas hacía unos meses porque Alberto, el padre de sus hijos, había salido del closet y se había revelado cómo transgénero después de casi cincuenta años. Su hija la culpaba por su carácter tan “masculino” que sentía había “castrado” a su papá, y se había ido a vivir con su abuela paterna. Su hijo, había cortado cualquier comunicación porque le reprochaba apoyar a Alberto a pesar de todo.
Dejamos de hablarnos desde ese día y no pude disculparme antes de mi muerte. No la vi en el funeral, pero sabía que le dolía profundamente. Supongo que no quiso cruzarse con Abril, con Mario e incluso ni con mis hijos. No habría aguantado las ganas de exigirles explicaciones o de reclamarles al menos, porque estaba segura que si no fue a verme al hospital mientras estuve en coma, fue porque no la dejaron pasar. Escribí la carta tratando de retener las lágrimas.
“Querida Mayra:
Escribo estas líneas queriendo decirte todo personalmente, pero temiendo que no pueda hacerlo. No he dejado de pensar en ese día y las cosas terribles que te dije, traicionando lo que en confianza me confesaste.