El apartamento era un mausoleo en vida.
Persianas cerradas. Olor a encierro.
Los platos sucios acumulados como testigos silenciosos de una rutina suspendida. El aire era espeso, inmóvil, como si el tiempo se negara a seguir su curso.
Tomás estaba allí, frente a su computadora, los dedos temblorosos deslizándose sobre el teclado.
Decía trabajar.
Pero lo que llenaba la pantalla no tenía sentido: un mismo afiche, una y otra vez, en bucle.
El rostro de Elena… distorsionado.
Partido, deformado. Fragmentos de una sonrisa que parecía gritar desde el otro lado del vidrio.
Para cualquiera, era una locura.
Para él, era orden.
De pronto, un susurro cruzó su mente.
Tan claro, tan real que el cuerpo entero se le tensó.
"¿Eso soy yo, Tomás?"
Elena.
La voz era inconfundible. Esa cadencia suave, casi burlona, que aún podía escuchar en sus sueños —o pesadillas.
Miró en todas las direcciones.
Nada.
El sudor le perlaba la frente. La luz del sol intentaba filtrarse por los bordes de la ventana, pero se encontraba con la negación de una casa sumida en sombras.
Regresó la vista al monitor.
"¿Eso soy yo, Tomás?"
Otra vez.
Ahora más cerca.
Más íntimo.
—¿Dónde estás? —susurró, su voz quebrada, como si temiera interrumpir algo más grande que él.
Entonces, un sonido seco lo sacudió.
La puerta.
Un golpe breve, de madera contra madera.
Tomás se irguió de golpe, los ojos abiertos, el corazón rebotando en su pecho.
Miró alrededor con una calma forzada, respirando por la nariz, como quien trata de convencer a su cuerpo de que todo está bien.
—Me estoy volviendo paranoico... —murmuró.
Y otra vez: toc toc.
—Tomás... soy yo, ¡Luciana! —dijo una voz del otro lado, algo apagada por la puerta.
Suspiró. Se levantó sin apuro, sus pasos arrastrados. Mientras se acercaba, pensó:
"Luciana. ¿Qué quiere ahora? ¿No entiende que hay momentos que no se deben tocar?"
Abrió.
Forzó una sonrisa.
Ella hizo lo mismo.
—Tomi, perdón por molestar… no debía, lo sé. Pero… te traje esto.
Luciana. levantó una bolsa. El aroma a café fresco escapó al instante, colándose como un visitante no invitado.
Tomás lo reconoció de inmediato. No dijo nada. Solo observó el paquete como si fuera un objeto venido de otro mundo.
"¿Cree que una bolsa de café puede arreglar algo?"
—Gracias, Luciana. Muy amable. —Forzó una sonrisa mecánica.
—Es de parte de Gabriel y mía. Ya sabes… estamos aquí si necesitas algo. Lo que sea —dijo ella, con una dulzura que no terminaba de encajar en el ambiente.
Tomás asintió, recibiendo la bolsa con movimientos suaves, casi ceremoniales. Se hizo a un lado, dejando el marco libre.
—¿Quieres pasar?
Luciana dudó. Miró más allá de él.
El interior oscuro.
Esa mezcla de silencio y desorden, como si el luto se hubiera metido en las paredes.
Algo en ella se tensó.
—Eh... no. Solo era eso —dijo al fin.
Tomás bajó la mirada. Sus ojos se perdieron en el suelo, su voz salió baja, como si hablara consigo mismo.
—Yo tampoco dejo de pensar en Elena... —Pausa—…pero ella sigue aquí. A veces, me habla.
Luciana lo miró. Inmóvil.
Su rostro no cambió, pero por dentro, todo gritaba: ¿Qué carajos?
El tiempo se congeló entre ellos.
Finalmente, ella le sonrió, por educación más que por calidez, y se fue.
La puerta se cerró con un chillido largo. Tomás se quedó mirándola un instante… luego volvió a su lugar.
Luciana, ya a punto de entrar a su propio
apartamento, se detuvo. Giró la cabeza.
Miró la puerta de Tomás.
Había algo raro.
Algo que no sabía explicar, pero que calaba hondo.
Su presencia… ya no era la misma.
---
La noche se había derramado sobre la ciudad como tinta espesa.
Desde un edificio, un departamento encendido desentonaba con la quietud de los ventanales apagados a su alrededor.
Dentro, la luz era cálida pero precisa.
Faros dirigidos, cámaras alineadas sobre estanterías, una sala que parecía más estudio que hogar.
Logan estaba en medio del desorden organizado de su memoria.
Sobre la mesa, esparcía fotografías, muchas en blanco y negro, otras aún vibrantes de color.
Todas con un nombre que pesaba: Elena.
En una de ellas, ella reía.
Tenía la cámara colgada al cuello, los ojos encendidos, y él a su lado, tomándola del hombro.
Una clase de fotografía, años atrás. Una tarde cualquiera.
Una felicidad sencilla.
Logan frunció el ceño.
Una sensación incómoda le subió por la nuca, como si el pasado le rozara la piel.
Se rascó con torpeza la cabeza y dejó escapar un suspiro largo.
Abrió un cajón.
Lo de siempre: cables, memorias externas, algunas libretas…
Y al fondo, una caja pequeña.
La caja de los recuerdos con nombre propio.
De ahí sacó una carta doblada con cuidado.
Elena.
Reconocía su letra de inmediato, como si cada curva de tinta tuviera su voz.
Desdobló el papel.
Lo leyó en silencio, las palabras grabándose en su pecho:
“Gracias por ayudarme a ver lo que merezco.”
Logan cerró los ojos por un segundo. Se pasó la mano por el cabello, luego por la cara.
"¿Cómo es posible que ya no estés? Si eras todo lo contrario al daño."
Volvió a guardar la carta con la misma delicadeza con la que se guarda un secreto.
En ese instante, su celular vibró sobre la mesa.
La pantalla iluminó el escritorio.
Luciana.
“Estuve en su departamento. Algo está mal, Logan.”
Leyó el mensaje sin abrirlo del todo.
Sus dedos se quedaron suspendidos sobre la pantalla.
"¿Y qué tengo que ver yo con esto, Luciana?"
La pregunta no era agresiva. Era cansancio. Culpa quizás.
O miedo.
Entonces, algo captó su atención.
Un movimiento.
Afuera, por la ventana.
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Editado: 02.06.2025