Todo un llorón al que le afectan las palabras, alguien que hoy en día empieza a esforzarse por lo que ama y le apasiona.
Recuerdo que antes siempre quería experimentar cosas nuevas y superar mis propios límites, pero había algo que me detenía: el miedo. ¿Miedo a qué? Miedo a fallar, miedo a escuchar que no estaba haciendo las cosas bien, miedo a que mis errores definieran quién soy.
Hoy entendí que fallar es parte del proceso, que si no te caes, no puedes levantarte. Existen personas que nacen con talento, pero sin ganas de explotar su potencial. En cambio, los que nacemos sin talento nos esforzamos más y tratamos de dar la talla en todo lo que nos proponemos.
Quizás sigo siendo ese niño llorón que fui desde que nací hasta hoy, pero ya no lloro por cosas sin sentido. Sí, las palabras me afectan, pero no más que mis ganas de un mundo lleno de afecto. Quiero pensar que mi esfuerzo sirve para inspirar a aquellos que creen que el ego es más importante que abrazar a quienes tienen cerca: amigos, hermanos, padres o pareja. Quizás el ego nos ciega y no nos deja ver lo hermoso que es vivir.
Mirando una foto mía de 2017, comprendí que mis momentos más felices fueron cuando iba a la secundaria con mi amigo José. La secundaria fue una etapa que realmente disfruté, porque allí me derrumbé y, en ese proceso, me encontré a mí mismo y entendí quién debía ser.
A veces odio recibir clases, pero amo participar cuando entiendo el tema. Y no sabes cuánto disfruto escuchar a la gente contarme sus problemas, aunque muchas veces no tenga las palabras adecuadas para hacerlos sentir mejor. Tal vez no siempre sea necesario hablar; a veces, lo único que debo hacer es escuchar.
Yo ese loco que no se atrevía a cambiar porque decía que esa era su identidad. Ese mismo loco que tenía ganas de hacer lo que nadie se atrevía, por miedo a ser juzgado. Quizás por esas miradas me sentí insignificante, y eso fue uno de los factores que me hacían llorar.
Pero hoy soy lo contrario a aquel tiempo. Ya no le teme a las miradas, y ahora solo tiene ganas de hacer más de lo que ama, ya sea jugar, estudiar o seguir adelante con sus libros, terminarlos, contar sus historias y expresar los sentimientos que lleva dentro.
Y sí, aún lloro, porque a veces la tristeza de esta ciudad me atrapa y los recuerdos de mis errores me invaden. Pero aprovecho esos momentos para recordarme que la felicidad también trata de esto: de llorar cuando sientas que no puedes más y de reír cuando la dicha finalmente te alcance.