Fuera de las murallas de la capital, Eldric continuó su campaña, ahora más metódica que nunca. Observó cómo el pánico se extendía como una enfermedad por la población. Cada movimiento era calculado, cada aldea destruida era un golpe a la moral del reino. Podía sentir la ansiedad que crecía en la capital, y eso lo alimentaba. La venganza era dulce, y el sufrimiento que causaba era un eco del sufrimiento que él mismo había sentido.
Sin embargo, Eldric también sabía que su objetivo final era más profundo que la destrucción. No solo quería matar al rey; quería hacer que el traidor sintiera la misma impotencia, la misma desesperación que él y Lira habían sentido en sus últimos momentos. Y quería que todo el mundo viera lo que les había sucedido a los que traicionaron la confianza.
En el camino, Eldric continuó capturando almas. La oscuridad a su alrededor se hizo aún más espesa, y su conexión con Vérium y el miasma era casi absoluta. Experimentó con un control que antes parecía imposible, manipulando las sombras con la precisión de un maestro. Su aspecto, aunque todavía esquelético, comenzó a adquirir rasgos de algo más grande, más imponente. Las almas aprisionadas dentro de él, gritando eternamente, se convirtieron en instrumentos de su venganza.
A pesar de esto, había una parte de Eldric que todavía sentía la ausencia de Lira. Su amor por ella era la única pizca de su humanidad que aún lo conmovía. Pero incluso ese amor estaba siendo lentamente corrompido por la oscuridad. Se preguntaba si alguna vez sentiría algo más que furia y sed de venganza.