Torpemente saque el cigarrillo de la caja que había robado del cuarto de Isabella junto con el viejo encendedor morado. No sabía cuánto tiempo había estado pudriéndose bajo la cama de mi hermana pero poco me importaba.
No puede saber tan mal como el sabor amargo de la traición
Ya había estado más de veinte minutos en la azotea norte y estaba más que aburrida. Había dejado mi celular dentro de mi mochila y me sentía como una tonta al no tomarlo. Podría haberme ahorrado el aburrimiento. Además estaba casi segura de que no iban a poder encontrarme, y si lo hacían solo iban a sumarme más tiempo de castigo. No era como si la institución pudiera hacerme algo.
"¿Expulsarme?", reí para mis adentros. No podían, ni aunque quisieran, y definitivamente la dirección del colegio no quería. Por alguna razón le tenían terror a mi madre y jamás se osaban en llamarla. Los maestros pensaban que yo no lo sabía, pero era más que obvio. No importa los errores que cometiera ellos solo deciden darme más tiempo de castigo en vez de informar a mamá. Tal vez tenían la tonta idea de que si ellos hacían enojar a mi madre por "castigarme", ella se vengaría haciéndole la vida imposible a todas sus familias. Eso era lo que había hecho mi abuela con mi madre. Tal vez si fuera Isabella la que se metiera en problemas mama si la defendería, pero yo era un caso aparte para mi familia. Más que nada para mi madre.
"Como si a mi madre le importara lo qué pasa conmigo", pensé con sarcasmo ante ese pensamiento.
A veces -más bien la mayoría del tiempo - sentía que solo era una carga para ella. Bueno, no lo sentía, sabía que lo era. Isabella siempre había sido su favorita, la primogénita, siempre inteligente, hermosa y talentosa. Ella había sido buscada por años, mientras que yo siempre había sido la rara y torpe sorpresa que llegó después para arruinar la dulce armonía familiar. La huida de mi padre no sólo desencadenó una serie de eventos que nos amargaron la vida a toda la familia y jodieron la cabeza de mamá. Cuando Isabella tuvo finalmente su crisis nerviosa debido a papá, todo se fue al diablo. No estamos mal, estamos desechas. Mi madre ya no tenía a quien idolatrar y a quien presumir en cualquier conversación. Lo único que le quedaba era yo. Y soy y siempre seré ante los ojos de mi madre una inútil. Como ella misma lo dice diariamente.
– ¿Por que no me das uno?
Salte del susto tirando la caja de cigarrillos por el techo de la escuela al escuchar la voz del profesor Wakefield. No estaba enojado u ofendido por atraparme aquí, más bien parecía reírse de la situación, como si fuera cómico. Como si le divirtiera mi temor a ser descubierta.
– Profesor, yo... – me alegré tanto por ser interrumpida que casi sonrío, ya que no sabía qué decir para dibujar la situación.
– Ahórratelo, Smith.
– Esto definitivamente no es lo que parece.
– Cualquier cosa que digas solo te hará quedar en una peor situación – sugirió con cansancio.
Camino a mi lado y empezó a admirar la hermosa vista que se veía desde el techo del instituto hacia el bosque. Al ver que no me movía del shock inicial, tomó el único cigarrillo que quedaba en mi mano y el encendedor por su cuenta y empezó a fumar en frente de mi. Pasaron unos segundos en los que me quede hecha una estatua pensando en lo surrealista que se estaba volviendo esto.
Después de dos caladas soltó un gruñido seguido de una cara de asco, pero aun así no dejó de fumar.
– Están pasados – reprobó haciendo caras con cada calada – ¿De cuando son? Pareciera como si estuvieran húmedos.
– Son de hace como dos años y estaban medio abiertos. Aún así el empaque decía que caducan dentro de unos meses – informe encogiéndose de miedo.
– Si están abiertos y los dejas se ponen feos, es la ley de la vida, Selene – filósofo volviendo a fumar dándome asco que por más de que estuvieran en mal estado el siguiera fumando como si nada –. Hace dos meses que estoy intentando dejar de fumar, y ahora tu tienes la culpa de que esté volviendo a hacerlo.
– Lo siento, señor Wakefield — vacile con miedo de decir algo incorrecto —. Aunque la verdad es que no tenía que fumarlos sino quería.
– Ves, Selene, ese es tu problema, el mismo problema que tenía tu madre — crítico con desaprobación — Ambas actúan, dicen y hacen cosas que no piensan realmente, como si nada que hicieran pudiera dañarlas. Luego, provocan que todos los demás que estamos a su alrededor tengamos que actuar e intervenir por ustedes. Como si no tuviéramos suficiente de ustedes.
Esas palabras descriptivas y ese tono de voz lo reconocería en cualquier lado. El profesor era un hombre despechado, aparentemente por mi madre. "Que asco", comente para mis adentros. De solo pensar en ellos dos juntos se me revolvió el estómago.
– ¿De que conoce a mi mamá? – pregunté con una mueca.
– ¿Nunca te habló de mí? — suplico por saber pero al ver mi mueca de asco volvió a su estado normal de pereza absoluta.
– Claro que no.
— De cualquier manera no importa ya, pero éramos amigos en la secundaria y veníamos a fumar aquí todo el tiempo. Ella lo dejó con el tiempo, yo... bueno estoy en eso – reveló dejándome impactada —. Los viejos hábitos se arraigan muy fuerte.
El pueblo era chico, todos sabían todo. Y mi mamá jamás había hablado sobre el profesor Wakefield o siquiera mencionado al saber que era mi profesor. No compartimos muchas cosas con mi madre, pero había cosas que era básico que supiera. Una de ellas era que casi reprobaba la asignatura de él, y no había parecido muy sorprendida al saber que él era mi profesor de matemáticas.
– ¿Amigos? Ajá, no le creo – repuse mirándolo de arriba a abajo –. No se ve como sus amigos. Ni siquiera parece el que pasa por nuestra puerta a traer los informes de cuentas y el es medio hippie. Sin ofender.
Conocía a todos los amigos de mi madre y todos ellos eran iguales. Ricos, mimados, malcriados y estúpidos.