Las Cinco Lunas [saga moons #1]

Capítulo seis

   Historia la definía como una materia interesante y prolija, ya que,  teniendo en cuenta que ellos debían familiarizarse con esa dimensión mudable e incierta, les serviría para su adaptación. Thomas escuchaba con un lápiz entre los dedos y una libreta llena de anotaciones, y mientras los demás practicaban las mismas enmiendas, la atención que deseaban dar, y que no alcanzaba, era palpable.

   Una sed necesitada se instaló en su garganta al igual que la hiedra venenosa, y es que,  como un residente de la Luna de Fuego, era normal que su temperatura saliera disparada, obligándolo a mantenerse hidratado y con su poder al acecho. Por ende, luego de unos minutos,  pidió permiso para ir al baño, y levantándose con sofoco y sudor ardiente, camino en dirección a la salida, dobló a la derecha, y encontrándose a Mérida en su casillero, se detuvo al verla levitar unas semillas de girasol. 

   Con una rapidez sigilosa se ocultó tras la pared, y aunque las interrogantes comenzaban a zumbar cual moscas en el ganado, no pudo siquiera reaccionar a lo siguiente: unos símbolos extraños en el interior de sus antebrazos brilló, alumbró como un lucero escondido por las nubes. La estupefacción seguía en su sistema, y pese a que deseaba saber que especie era, no quería levantar desconfianzas.

    Entonces, y aun impactado, fue testigo de otro evento sorprendente: dichas semillas empezaron a nacer. Un color amarillo, junto al tallo verde, fueron naciendo frente a sus ojos: unas flores hermosas, que resultaban ser las favoritas de la chica. Esta permanecía en su mundo, hablándoles y observándolas:

—Son preciosos, mis girasoles— exclamó mientras hacían una danza al entrar en esa pequeña unidad—. Volveré, lo prometo.

 Cerró la puerta diminuta, guardó la llave y, al girarse, encontró a un Thomas callado y rojo.

—¿Qué haces escondido?

  El joven se aproximó a ella.

—Me deshidrate un poco, solo vine por el suero que recetaron—señaló.

  Mérida le sonrió, cariñosa y preocupada:

—Espero que te mejores, enfermarse y venir a la escuela no suena como el mejor plan.

—Gracias, lo tendré en cuenta la próxima vez  —dijo Thomas mojando sus labios.

—No te conozco lo suficiente, pero puedo asegurar que eres un poco terco.

—Solo en situaciones que lo requieren— rió él con las manos en los bolsillos—. Tengo curiosidad, ¿Qué haces aquí?

—No había tomado el libro que me tocaba para esta clase, así que vine por él— explicó ella con uno en la mano—. ¿Seguro de que estas bien? Ahora te ves pálido.

—Tal vez se me bajó el azúcar. Ya me ha pasado, y sé que hacer. No te preocupes.

—Está bien. Espero que te mejores. Hasta luego— se despidió ella comenzando a caminar.

—Hasta luego.

  Después de unos segundos, fue testigo de como Mérida desapareció. No pasó mucho tiempo  antes de que abriera la botella y se tragara casi todo el contenido que había en ella.

 

 

 

—Lo que me dicen es mentira, ¿Cierto? —inquirió Peter.

—No, Pet: alguien descubrió mi poder—sentenció Julia.

    El muchacho recostó su cabeza en la silla, miró la capa azul llamada “cielo” y suspiró. Los cuatro habían decidido pedir una malteada en uno de los restaurantes del Times Square, lugar que era visitado por las personas grandes, medianas y pequeñas de cualquier lado. Las chicas deseaban advertirle a Peter sobre el camuflar su don, y aunque este aún no sopesaba lo que le habían contado, prometió mantenerlo oculto. Como el helado derretido ni la leche azucarada podían ayudar a distraerlos, quedaron mudos en medio del ruido de la muchedumbre. No supieron explicarlo, y eso que todavía no habían hablado de lo que Lara experimentaba.

—¿Qué fue lo diferente en él, Julia? —habló Mérida tras un largo silencio.

Lara callaba como respuesta al miedo.

—Su mente, no pude indagar en ella. Estoy segura de que sus patrones mentales no son comunes—contestó ella poniendo una mano debajo de su barbilla.

—Eso es imposible, no conocemos a nadie más —se exasperó Peter.

—Tal vez nos estamos confundiendo. Es eso o estamos frente a unos extraños que no parecen ser humanos —opinó Lara.

—Pisemos la realidad: tal vez tenga un buen sistema de bloqueo, como esas personas que dices que sufren traumas— refirió la pelirroja.

—Son nuevos por aquí, se nota por su forma de caminar y hablar.

—Nos ayudaron, y aunque me siento realmente agradecida, no negaré que me resultan sospechosos. Y, como dice Julia, se ve a leguas que no son neoyorquinos— formuló Lara inexpresiva.

Sus amigos la miraron asombrados. Al parecer, sus ganas de discutir y juzgar estaban presentes, aunque la ojeada pérdida, el rostro inexpresivo y las manos quietas sobre el regazo, hacían de ella una calma tormentosa.

—No ignoraremos lo que está frente a nosotros—continuó la blanquecina—. No sabemos nada de ellos, así que hay que ir despacio y mantener la calma. 

Ninguno habló por varios instantes. Oían aquellos carros que tocaban sus cláxones de fondo, a las pisadas que daban las personas alborozadas en el café del lugar, los rumores que reflejaban secretos no compartidos de esos individuos tercos, aquel nerviosismo que repartía ese cuarteto desde el término de labores. Siendo Peter el único hombre, cortó el receso establecido.




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