Las Cinco Lunas [saga moons #1]

Capítulo trece

—¡Peter!, ¡Ábrenos, por favor!

—Estaremos en serios problemas si no nos vamos ahora— murmuró Julia con el rostro pálido.

    Lara pensaba lo mismo luego de ver varias llamadas perdidas de su madre. Los golpes seguían sonando y poniéndolos nerviosos, y fue así como en medio de la adrenalina, alguien habló:

—Quédate aquí. Yo me los llevaré.

—No confío en ti, Chelsea. ¿Cómo sé que no les harás daño?— enfatizó el chico que vivía en esa casa.

—Sé que no es una buena excusa, pero tú ya estás involucrado en esto, al igual que yo, y no podemos ignorarlo así nada más…

—¡Ve al punto!

—Lo que digo es que no les haré daño porque se trata de ti, de tus amigas. 

   Él, desconcertado, sacudió la cabeza una y otra vez. No era posible que una persona tan violenta cambiará de la nada, al menos no en minutos.

—Mientes.

—Razona. Ninguno de nosotros se salvará de un castigo, y por ahora, me canse de pelear.

—Tú nunca te cansas de eso.

—No conoces mis razones, y no te atrevas a juzgarme, porque yo jamás lo haría contigo.

    Dándole una última mirada, fue hasta Mérida y le ordenó:

—Piensa en un lugar donde nadie pueda vernos.

—Ese lugar no existe en Nueva York.

—Entonces piensa en cualquiera, pero hazlo rápido.

   Ella, cerrando los ojos, solo pudo pensar en el patio de su casa, y fue así como la pelinegra los juntó a todos y se teletransportaron a la casa de la pecosa, dejando a su amigo solo sin que supiera muy bien como lo habían logrado. Peter corre hacia la puerta, se sacude la ropa y, sonriente, la abre.

—¡Madre querida!

—Si intentas distraernos con eso, no funciona— advirtió Conall, su padre—. ¿Qué hacías?

—Mis necesidades primarias en el baño. 

—Es molesto cuando te interrumpen, ¿verdad?

—Mucho.

—Mi pobre niño. Prometo que esto no volverá a ocurrir— aviso Astrid acariciándole la mejilla.

    Al verlos caminar hacia la cocina y quitarse los abrigos, el chico pudo tocarse el corazón y hacer ciertas respiraciones que lograron calmarlo en unos minutos. Se preguntó, con mucha ansiedad, en qué parte de Manhattan estaban sus amigas y cómo es que sus padres no se habían dado cuenta de la camioneta estacionada frente a la casa.

 

 

 

   

    Cayeron sobre la tierra húmeda, y al inhalar un aire gélido que los hizo temblar, miraron hacia el cielo y luego hacia la luz que los había cegado por breves segundos. Lara, que reconoció la casa de Mérida en cuanto vio a los padres de ésta, se agacho e interrogó a todos los presentes con la mirada.

—Te dije que fuera en donde no pudieran vernos— le reprocho Chelsea.

—Solo pensé en esto. Además, no querían que me secuestraran.

—Anthony, ¿escuchaste eso?— habló la madre de la pelirroja.

    El hombre, dejando de hacer lo que estaba haciendo en la encimera, giró hacia el jardín y contempló los árboles sin analizarlos a profundidad.

—No, cariño.

—Pensé que era Mérida, ya debería haber regresado— dijo Eleonor molesta.

—No creo que se salve esta vez: hay que enseñarle lo que implica pasarse el toque de queda.

—La llamaré.

    La muchacha, espantada y pensativa al mismo tiempo, dio un sobresalto al sentir las vibraciones en su pierna. Nerviosa, intentó dar fin al ruido que advirtieron sus padres, y antes de que estos salieran al patio trasero, sus amigas, junto a Chelsea y a los tres guerreros todavía amarrados, se escondieron detrás de unos arbustos y contemplaron como ella era reprendida por no haber obedecido una orden.

—¿Dónde está tu bolso?

—En la casa de Peter, mamá.

—Debías estar aquí desde hace mucho ¿Sabes qué hora es, Mérida?

    Asustada, la chica miró el reloj de su muñeca, y ahogando una exclamación de sorpresa, pudo ver que eran casi las diez de la noche. Julia y Lara vieron sus futuros en su amiga, y debido a eso aguantaron la respiración, aunque después suspiraron con alivio al verla entrar sin que sus padres dieran una inspección a la parte trasera de la casa.

—Eso estuvo cerca— habló Chelsea estirando la espalda.

—Muy cerca. Es bueno que puedas teletransportarte, así nos llevarás a casa— dijo Julia angustiada.

—¿Disculpa?

—A ellos primero— mandó la blanquecina—. Mañana tendrán mucho que contarnos, pero por ahora, manténgase lejos de todos nosotros.

—No hemos terminado, reina— murmuró Joen tratando de soltarse de nuevo.

    Ella lo tomó del mentón, y obligándolo a mirarla, lo contempló por breves instantes para luego soltar:




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