Las Cinco Lunas [saga moons #1]

Capítulo treinta y dos

    El cerrojo de la entrada le advirtió sobre la llegada de su madre, y terminando de hacer los últimos nudos, deja a Owen en el desastre de su habitación. Baja las escaleras con rapidez, abre la puerta antes de que su mamá lo haga y, mirando de derecha a izquierda, rodea la mano de la mujer y la adentra a la casa.

—¿Qué sucede, hija?— le pregunta Catherine al verla tan angustiada.

—Mi papá… como sea que se llame él—dice Lara fastidiada— está planeando algo en mi contra. No tengo idea de por qué, pero creo que ya está sucediendo.

—¿Cómo estás tan segura?— inquiere su progenitora sujetándola de los hombros.

—¡Envió a tres chicos hace casi tres semanas, me han atacado a mí, me han seguido a la escuela y ahora tengo a uno de ellos en mi habitación— gritó la muchacha jalando unos mechones de su cabello—. ¿Por qué nunca me advertiste sobre esto? Sé que no soy buena al manejar mis habilidades, pero al menos me hubieras preparado para esta locura.

       Catherine se lamenta en silencio por ese error tan grave, y abrazando a su pequeña, le dice:

—Tuve que hacerlo, tuve que escapar para poder protegerte.

—¿Qué sentido tiene ahora, mamá, si siento que estoy en peligro desde hace días?

—Por el momento vayamos arriba, hay alguien que debemos de echar.

       Lara no se demora un segundo. Pasa llave a la puerta de entrada, guía a su madre hacia el segundo piso y, ya dentro del cuarto, la extraterrestre se dedica a observar la pared quemada, el closet roto y al prisionero que seguía inconsciente. Owen se mueve durante unos instantes, y mientras salía del sueño, la chica habla:

—¿Qué debemos hacer?

—Devolverlo a donde pertenece.

—¿Y sabes cómo hacerlo? Porque siendo sincera, yo no— chilla Lara alzando las manos.

       El moreno abre los ojos ante el ruido persistente, y tratando de liberarse, acaba con un pedazo de hielo puntiagudo cerca de su oreja.

—Por tu bien no te moverás un centímetro— avisa la blanquecina apuntándole con un dedo.

—Vaya, jamás pensé que tuvieras carácter— río él mirando a la adolescente y luego a la madre—. Usted debe de ser la ex esposa.

—Y tú un soldado.

—Muy bien, señora.

—Mi niña, creo que es momento de aprender un poco.

       Dicho esto, Catherine se acerca a Lara y le susurra al oído, y está, temerosa pero al mismo tiempo firme, se acerca al chico y le toma las mejillas con una mano: su piel, sus huesos y sus dientes comienzan a desintegrarse de poco en poco, tal como si el fuego lo hubiese aprisionado, y ya no sintiendo la cara, gira el cuello con rapidez: sus huesos vuelven a estar ahí, al igual que todo lo demás.

—Eres…

       Antes de que pudiera terminar la frase, Lara lo agarra de la camiseta, lo levanta del suelo y le advierte en tono decidido:

—Dile a mi padre que, si quiere venir por mí, tendrá que pelear.

—¿Contra ti? Es tu sangre— opina Owen visiblemente molesto.

—Hasta donde yo sé, él jamás se ha preocupado por mí— dice ella soltando la tela.

       Lara le da una patada en el estómago, lo adentra al portal que había sido abierto por su mama y se queda quieta al escuchar el grito de miedo que se apaga en el interior. Los brazos de su madre la rodean sin previo aviso, y dejándose envolver por ello, se promete a sí misma no ceder ante ninguna circunstancia parecida a la que acaba de vivir.

 

 

—¿Qué tal tus actividades extracurriculares?— le interroga el hombre con tabla en mano.

—Muy bien: estoy aprendiendo a tocar el violín, y hasta ahora me está gustando— sonrió Julia chocando los tobillos.

—Ya veo: me alegro mucho por ti. ¿Y cómo van los ejercicios de respiración? Acordamos que los utilizarías cuando te sintieras estresada y ansiosa, sea cual fuese la situación.

     La mención de esas dos cosas hizo que la chica se acordará de aquella tarde en el túnel Queens Midtown: tres hombres, seis pares de puños furiosos ante su resistencia y una figura misteriosa que la había rescatado. El solo hecho de haber sido casi violada la ataca nuevamente, y sin poder evitar un sollozo, deja salir las lágrimas retenidas de ese día. Su psicólogo le pasa la caja de pañuelos, y sacando uno, empieza a secarse las lágrimas mientras un hipo se apodera de su pecho.

—Lo siento— se disculpa Julia sintiendo un ardor en la garganta.

—No debes de disculparte por solo sentir como cualquier ser humano, Julia: lo que viviste no fue bonito, tampoco fue tu culpa…

—Si lo fue: yo estaba sola, quería caminar sola y por estar sin nadie casi meten algo en mí.

—Pero estás aquí ahora, tratando de aprender a sobrellevar esto, y eso me demuestra lo valiente que puedes ser. ¿Recuerdas lo que me dijiste en la primera consulta?

—Creo que le había dicho que, aunque mis padres estaban algo nerviosos, yo fui quien tomó la iniciativa de venir.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.