Las Cinco Lunas [saga moons #1]

Capítulo treinta y tres

    Los días no dejaron de pasar, el ambiente amenazaba con una lluvia tormentosa, y mientras los motores de los autos no daban un respiro, Lara se mojaba los labios secos. Un miedo irracional invadió su sistema, y mojándose los labios secos, se dedica a observar

—¿Qué sucede, mi niña?

—Me estoy convirtiendo en una paranoica, mamá, y tanto es así que tengo miedo de ir a los salones.

   Catherine exhala con nerviosismo, y tomándole una mano a la joven, le dice:

—Eres fuerte, y si algo malo pasa, no dudes en decírmelo. Recuerdas lo que te enseñé, ¿verdad?

    La chica asiente con lentitud, y a medida que arreglaba sus cosas para descender del carro, fue repitiendo ciertos datos que su madre le había dado hacía un tiempo: si la sorprendían por detrás, era necesario usar sus codos con fuerza, si la atacaban de frente, hacía falta moverse con rapidez para cansar a su enemigo, y si querían llevársela, debía poner resistencia y usar sus manos.

     Sus tenis palpan la textura del estacionamiento, su aliento hace que una nube fría salga de su boca, y abrochando los botones de su abrigo, procede a recorrer los metros que la separan de la entrada de la escuela. Consulta la hora en el reloj de su muñeca izquierda, y comprobando que eran las seis cuarenta y cinco de la mañana, pasa a mirar el cielo azul del mes de Octubre.

    El tiempo transcurría muy rápido, y eso le hizo recordar que Joen, junto a sus dos amigos, no había ido a las clases en esas semanas, y eso, además a la sensación de sentirse siempre vigilada, la estaba estresando. Abrió su casillero con dificultad, recogió algunos libros y, tras cerrarlo, se asusta al escuchar la voz de Chelsea:

—Debemos hablar.

—¿Sobre qué? No he hecho nada que moleste tu tranquilidad— responde Lara con sarcasmo mientras recogía las cosas que se habían caído al suelo.

—No se trata de mí, sino de ti, y por favor, te pido que me escuches.

—Quizás después, Chelsea: quiero llegar temprano a clases— le aclara la blanquecina alejándose por el pasillo.

     La post humanoide hizo un gesto de indignación, y pese a que no deseaba ir detrás de ella , al final se fue corriendo por el corredor. Luego de unos minutos, Lara se detiene, y dando una vuelta sobre sus pies, le vuelve a preguntar a la pelinegra:

—¿Qué quieres?

—Hablar sobre tu padre, Lara.

   En cuanto esa mención se hace paso en sus oídos, Lara se estremece, pero el tiempo que tiene no lo echa a perder: toma a Chelsea del brazo, sigue caminando hacia el fondo del pasillo y ya en los baños de la planta baja, la suelta. No tenía sentido: nada de lo que estaba sucediendo lo tenía, y mucho menos que una persona como ella, tan desconocida, supiera algo del hombre que jamás había visto.

—Deja de estar jugando, Chelsea.

—¡No lo hago! Tengo mucho que explicar, y por ahora pido que no me juzgues.

    Lara volvió a consultar la hora en su reloj, y viendo que faltaban pocos minutos, le pidió a la joven que se diera prisa.

 

 

   El lápiz mordido reflejaba su angustia, su ceño fruncido la delató y los pensamientos acerca de aquella tarde hicieron que Julia, en medio de la clase de Literatura, lanzará un suspiro de cansancio. La persona que dirigía frente a todos le envió una mirada reprobatoria, sus compañeros no le tomaron importancia y ella, un poco fastidiada y con las tareas anotadas en un pequeño blog, irguió la espalda y se olvidó de los problemas durante el resto de la hora.

    Le gustaba leer, aunque no era una fanática parcial de ello, y mientras los minutos pasaban y la profesora seguía caminando, los lápices sobre el papel llegaron a serenarla un poco y el hecho de que el libro a analizar no pasará de las trescientas páginas, la reconfortaba. Mira de reojo a Lara, quien estaba silenciosa y seria a su izquierda, y cuando voltea hacia el lado opuesto, observa que Mérida presta atención con una mano debajo de la barbilla. Le había parecido extraño ver a la primera hablar con Chelsea, y aunque quería hablar con su amiga sobre ello, decide dejarlo para otro día y recoge sus cosas de forma ordenada.

    El rostro de Alex hace presencia en su mente, y aun cuando quería evitarlo, al final, Julia se termina abandonando ante los recuerdos de ese trágico día: sus brazos envolviéndola, el repiquetear de su corazón en su oído y, sin querer, las facciones borrosas que no pudo alcanzar a distinguir aún al mirarlo de cerca. Ella tenía catorce años en ese tiempo. ¿Cuántos tendría él?, ¿por qué no había ido a la escuela ese día, otra vez?

—Entiendo que las personas no hablan todo el tiempo, pero por favor, un “hola” de tu parte me basta— le pide la pelirroja sujetándole los hombros.

—No te preocupes por mí, sino por ella— le dice Julia señalando a Lara.

    Y en cierto modo, Mérida sí que lo estaba: la blanquecina, más callada y pensativa de lo normal,  se encontraba caminando junto a ellas con una expresión confusa en el rostro, y al tiempo que cruzaba los brazos sobre su pecho, un rubor leve invadió sus mejillas. La información recibida hacía unas horas no dejaba de sorprenderla, y pese a que sus amigas estaban ahí para escucharla, su ganas de explicarse rozaban el suelo.




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