Las crónicas de Ynuk

Capitulo 3

Capítulo 3: Las Sombras del Jardín Interior

Durante días, la vida de Aina cambió con la rapidez de una llama que encuentra aire.

La mansión a la que fue llevada no estaba en Tzinaya, sino en las afueras del distrito norte, protegida por jardines encantados y muros de piedra que parecían susurrar al pasar. Nada ahí era común: los espejos no reflejaban del todo, las puertas sabían cuándo abrirse sin tocarse y los árboles del patio se inclinaban al atardecer como si quisieran escuchar mejor lo que ocurría dentro.

La mujer que la había rescatado —cuya presencia imponía sin necesidad de título alguno— se presentó formalmente esa misma noche:

—Puedes llamarme Sei.

Y sin más, le asignó una habitación, ropa limpia, alimento caliente… y una advertencia suave.

—Aquí no te regalaremos nada. Si vas a quedarte, deberás entrenar. Fortalecer tus habilidades. Mejorarte.

Aina no entendía del todo qué veía aquella señora en ella. Pero tampoco cuestionó mucho. No tenía otra opción, ni otro techo, y el peso de la gratitud también alimentaba su silencio.

A la mañana siguiente, comenzó su rutina.

Sei no usaba los métodos tradicionales del Alkah-Zem. En vez de libros, le entregaba semillas. En vez de invocaciones, le pedía que escuchara los cantos de los árboles. Cada ejercicio parecía absurdo, hasta que Aina comenzó a notar cambios: su respiración más profunda, su cuerpo más firme, y lo más extraño… un cosquilleo tenue cuando tocaba ciertos objetos o caminaba por ciertos pasillos.

Pero no estaba sola.

Fue ese mismo día que conoció a la hija menor de Sei: una joven de cabello corto como llama dormida y sonrisa encantadora.

—¡Tú debes ser Aina! —exclamó al verla, antes de lanzarse a abrazarla sin preguntar nada más—. ¡Por fin alguien con cara interesante en esta casa!

—¿Eh…? —Aina apenas pudo reaccionar.

—Yo soy Yasha —dijo la chica, separándose solo para tomarle la mano—. No te preocupes por Alux, siempre es así con los nuevos. Yo en cambio… me alegro de que estés aquí.

Desde entonces, Yasha no se despegó de ella. Le enseñaba atajos por la casa, compartía comida a escondidas de los sirvientes, e incluso le tejió una pulsera de hilos verdes y cobre, para que no se te olvide que alguien ya te quiere aquí, le dijo.

Aina, que no estaba acostumbrada al afecto, la observaba con mezcla de sorpresa y calidez. La presencia de Yasha era como un rayo de sol entre tantas nubes.

Incluso la marca que Aina escondía parecía no importarle en absoluto.

—¿Eso? —dijo una tarde, al notar el dibujo arcano en su brazo—. Pues qué. A mí me gusta. Parece un conjuro perdido.

Aina rió por primera vez en semanas.

Pero no todos lo tomaban igual.

Alux, desde la distancia, la observaba con una mezcla de desconfianza y algo más difícil de nombrar. Cada vez que la veía entrenar con Sei o reír con Yasha, sus ojos se entornaban, y luego se marchaba sin decir palabra.

Una noche, mientras cenaban juntos en la terraza, Sei finalmente presentó a su esposo.

—Él es Vaerem —dijo, cuando un hombre de cabellos plateados y porte severo entró a la estancia.

Vaerem era todo lo opuesto a su esposa: silencioso, medido, con ojos que parecían leer más de lo que decía. Miró a Aina como si ya supiera algo de ella que ella misma ignoraba.

—Bienvenida a nuestro hogar —fue lo único que dijo.

Y sin embargo, Aina sintió que esas palabras eran más importantes de lo que parecían.

Los días pasaron, y con ellos vinieron más pruebas: meditaciones al amanecer, ejercicios con armas antiguas, lecciones sobre símbolos que no aparecían en ningún texto oficial. Sei decía que todo era para fortalecerla. Para ayudarla a recordar lo que otros quisieron borrar.

Aina no lo comprendía del todo. Pero algo en ella empezaba a cambiar.

Lo que Aina no sabía era que en esa casa había secretos más antiguos que los muros que la resguardaban.

Sei y Alux eran los únicos que conocían la verdad: el patriarca de la familia, Vaerem, estaba enfermo desde hacía meses. Una dolencia silenciosa que ni los curanderos de la corte ni los sanadores más costosos de Tzinaya lograban comprender.

Ese día, cuando Aina conoció a Sei en el mercado, la mujer no solo buscaba provisiones. Aquella raíz azulada que ocultó entre las mangas de su túnica no era para ella, ni para su hija, sino para un remedio desesperado. Una mezcla de hojas, piedra de lunaria y savia de luz que solía preparar en secreto cada atardecer, en el pequeño jardín interior de la casa, bajo el sigilo de los árboles guardianes.

Pero ya no funcionaba.

—Nada cambia, madre —murmuró Alux una noche, viendo a su padre respirar con dificultad—. Solo empeora.

Sei no respondió. Sus ojos estaban fijos en el cuenco de cerámica que sostenía entre las manos. La infusión temblaba apenas, y con ella, su esperanza.

Entonces ocurrió algo que ninguno de los dos esperaba.

Aina había estado escuchando desde la puerta entreabierta. No por intromisión, sino por instinto. Había sentido la energía densa del cuarto, un llamado invisible que la empujó a entrar sin pensarlo.

—¿Qué es lo que tiene? —preguntó con voz suave.

Alux se volteó de golpe, a punto de echarla, pero Sei levantó una mano. La mujer observó a Aina con atención. Algo en su tono no era solo curiosidad. Era certeza.

—No lo sabemos —confesó Sei—. Es como si su alma estuviera desfasada de su cuerpo. Como si parte de él ya no estuviera aquí.

Aina caminó hasta la cabecera. Miró al hombre. Su rostro pálido, su piel húmeda. Y entonces ocurrió: la marca en su brazo comenzó a arder, no con dolor, sino con un calor envolvente, como si algo se hubiera despertado dentro de ella.

—Déjenme intentar algo —dijo sin pensarlo.

Sei dudó, Pero asintió.

Aina cerró los ojos y colocó sus manos sobre el pecho del hombre, Sus dedos comenzaron a brillar con un tono tenue, verdoso, y palabras antiguas —que no sabía que conocía— comenzaron a fluir de sus labios.



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Editado: 20.07.2025

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