Pilar se viste despacio después de asearse a conciencia. “Seguramente mucha gente acudirá a darme el pésame”. Piensa la mujer, por lo tanto debe vestirse adecuadamente. Primero se coloca las medias oscuras, después un vestido de cuello y mangas largas como requiere la ocasión. Toda de negro luto, la esposa abandonada asume su nuevo papel de viuda. Satisfecha de su aspecto se mira al espejo y, por último, anuda un pañuelo, que recoge el pelo entrelazado de hebras blancas, por detrás de su cabeza. Así ataviada, ayuda a los sobrinos a cubrir las ventanas con trapos oscuros y a disponer una mesa con viandas y bebidas para los visitantes. Pilar se siente importante. “Este es su momento”. Después de cuarenta largos años de ausencia, Antonio había vuelto al fin. No físicamente, sino en forma de una carta del gobierno de Estados Unidos donde se notificaba su fallecimiento. Pilar echa una mirada al recinto y nota que falta algo, así que va en busca de un crucifijo que coloca de forma visible sobre las velas que alumbran el retrato del esposo fallecido. “El señor cura también vendrá al sepelio y le agradará lo del crucifijo y las velas”, medita la mujer.
Mariana, la sobrina, la única con quien aún convive y que está también vestida de duelo, entra en el salón. No quería ser partícipe de aquella absurda comedia pero, al fin, apoya a la anciana tía y termina por complacerla. Tiene solo veinte años, pero conoce la penosa historia de Pilar, siempre esperando a un hombre que se fue un día para no volver. La abraza diciendo:
—¡Bueno! Ya está todo listo, tía.
—¿Ya salió la esquela en los periódicos?
—¡No lo he mirado! Pero sí, seguramente.
—¡Hay que hacer unos cuantos recordatorios también! ¿Y sabes si vendrá alguien de su familia?
La chica se encoge de hombros diciendo:
—No lo creo… Yo les avisé, pero ni siquiera saben de quién se trata.
El funeral se desarrolla en un ambiente festivo. Nadie se toma en serio un sepelio con el protagonista ausente. Los asistentes le echaban una miradita a la imagen del fallecido, daban un sentido pésame a la viuda y se hartaban de comer y de beber. Pilar recibía las condolencias, sentidas de unos, hipócritas de otros, ignorando el que se rieran a sus espaldas.—Esta mujer debe de estar mal de la cabeza, te lo digo yo—, comentaban entre ellos algunos viejos que habían conocido al finado.
Después que todos se fueran, Pilar apagó las velas y guardó el único retrato de un Antonio muy joven, que aún conservaba. Ya las cadenas de su promesa de matrimonio se habían roto. Era libre… Pero la liberación había llegado demasiado tarde.
Pilar y Antonio se conocían desde niños por ser vecinos y, desde que tenían uso de razón, se consideraban novios. Las dos familias esperaban que algún día se casaran, pero la relación se alargó durante diez años. Ella nunca miró a otro hombre que no fuera su Antonio, y no hacía caso a las murmuraciones, que abundaban en aquel pequeño pueblo de Galicia, sobre los romances furtivos del novio infiel. El tiempo pasa y cambia el carácter y las ambiciones de las personas. Antonio era de buen ver, de carácter alegre y dicharachero, algo pequeño de estatura pero fornido y trabajador. Un día, con el furor de la juventud, le planteó a Pilar su deseo de emigrar a otra parte.
—¡Vámonos a América! ¿Qué hacemos aquí? ¿Seguir como nuestros padres trabajando como burros sin tener un puto duro nunca? En Nueva York están recibiendo emigrantes españoles para la construcción ¡Aquella es la tierra de las oportunidades! ¿Qué dices Piliña? ¿Te vienes conmigo?
—¡Calla, hombre! No sabes lo que dices. Este es nuestro lugar, aquí nacimos y aquí moriremos. ¡Vaya tontería que se te ha metido en la mente! ¿Cómo dejo yo a mi madre, que ya es mayor? ¡No! ¡Quítate esa idea absurda de la cabeza, Antonio!
Pero él no era hombre de echarse atrás e hizo arreglos para marcharse. Pilar seguía en sus trece y, ante la realidad de que se embarcara con o sin ella, comenzó a dudar y se avino a correr esa aventura con él. ¿Qué hizo que desistiera de la idea y renunciara a acompañar al novio? Tal vez el dejar a la familia, o el miedo a lo desconocido. Al fin quedaron en que Antonio se iría solo y después la reclamaría a ella.
Antonio era un hombre responsable. Tuvieron un largo noviazgo y en él hubo mucho más que besos y manos entrelazadas. Quiso cumplir honorablemente. Pilar sería marcada como si la hubiera dejado plantada, y no tendría oportunidades de defenderse del chismorreo local. Propuso que se casaran antes de su partida. ¿No hubiera sido mejor para todos esperar a su vuelta? El apresurado matrimonio se celebró y se fueron a una corta luna de miel a La Coruña, ya que la partida de Antonio sería en cinco días. En el puerto, Pilar lloraba desconsolada mientras despedía al marido. Él, desde la borda del barco y confundido entre otros hombres que también marchaban a la aventura, gritó en el último momento, cuando ya el buque lanzaba su triste ulular de partida:
—¡Adiós Piliña, adiós!
Pilar siguió viviendo con la familia. Hacía una vida recatada como correspondía a una mujer casada. Acudía a la iglesia, ayudaba en la crianza de los sobrinos y bordaba manteles y servilletas para ayudar al mantenimiento del hogar. Al cabo de los días y las semanas no llegaban noticias de Antonio. Al principio ella no se preocupó, él era un poco dejado. Pilar despertaba temprano y después de sus quehaceres, acudía presurosa, acudía todas las mañanas al paso del cartero, sin perder la esperanza de recibir la carta esperada. Nada. Comentaba con su familia que algo debía de haberle pasado a Antonio. Fue a hablar con la familia de él. Tampoco tenían noticias. Pasaron los años. La gente la miraba con pena y hacían comentarios malintencionados al tropezarse con ella por la calle.
—¡Qué, Pilar! ¿Ya tienes noticias de Antonio? ¿No será que encontró otra chica por allí?
Estos comentarios la mortificaban y, para evitar habladurías, se encerró más en casa y apenas salía. Pilar era joven y agraciadilla, y algunos hombres la requirieron de amores, pero no encontraban más que su rechazo. Incluso tras de la muerte de la hermana, el cuñado viudo le asomó la posibilidad de hacer vida marital entre ellos, por el bien de los chavales, y Pilar se encolerizó tanto que tuvieron un disgusto enorme. Él se fue de casa, casándose con otra y dejando a los hijos a cargo de ella.