El pequeño Iñaki no podía haberse imaginado que encontraría tanta diversión en aquel pueblo después que lo llevaran a regañadientes. Sin tele, ni ordenador, ni colegas para jugar al futbol, aquello debía de ser el infierno, además de tener que aguantar a su hermanita Mary, que siempre le andaba detrás como una sombra. Allí no había ni agua corriente, y sí un montón de polvo. Era una casa vieja en Navarra, que dejaron los abuelos, y su madre, Carmen, había tratado de venderla durante años. Y qué mejor sitio que aquél para pasar unos días con los pequeños en verano.
Al día siguiente a su llegada, encontraron en la puerta a un chiquillo más o menos de la edad de Iñaki. Era bajo, aunque de constitución fuerte, con una cabeza pequeña y rapada sobre la que llevaba una boina demasiado grande que ocultaba a ratos sus ojos, un poco oblicuos y penetrantes como los de un ratón. Tenía unos rasgos ordinarios y estaba muy sucio, pero les sonrió ampliamente y, quitándose la boina en señal de respeto, dijo:
—¡Buenos días les dé Dios! Siempre paso por aquí y, como es extraño encontrar personas raras en este pueblo, me dije, ¿por qué, Pedrito, no te presentas a estos señores y te ofreces a lo que puedan necesitar?
—¿Y por qué se supone que somos personas raras? Si, mira, yo tengo la nariz en el mismo sitio que tú —dijo Carmen riendo, mientras se señalaba la nariz con el dedo. Y viendo el aspecto ruinoso del chico expresó— ¡Ahora precisamente íbamos a desayunar! Si quieres (¿Pedrito dijiste que te llamabas?), nos puedes acompañar.
Pedrito fue algo así como la tabla de salvamento de Iñaki. Con él, desde muy temprano en la mañana, vagaba por el monte recolectando bichos, cazando pájaros y mariposas y haciendo cañas rudimentarias con un palo y un sedal, con las que lograban buenas pescas. El chico prácticamente vivía con ellos y solamente se ausentaba cuando comenzaba a anochecer. No sabían dónde vivía ni si tenía familia, porque cuando se lo preguntaban cambiaba de conversación. Faltando pocos días para terminar las vacaciones y regresar a Bilbao, el tiempo dio un cambio repentino y llovió intensamente. Estaban resignados a no salir de casa cuando escampó, y el sol les saludó espléndido aquella mañana, la de la tragedia.
Carmen preparó una buena merienda y acudió con sus hijos y Pedrito a pasar el día en el río. Mientras la madre sentada sobre unas piedras se entretenía tejiendo, los niños jugaban en el agua. De repente, de la nada, se escuchó un terrible estruendo y, sin que nadie lo imaginara, bajó la riada arrastrando piedras y árboles por las faldas del monte, arrollando a los tres niños. Sus cabecitas se hundían y emergían dando vueltas en las tumultuosas aguas.
Gritando desesperada, Carmen se lanzó al furioso torrente, logrando alcanzar a la pequeña por un pie y arrastrándola a la orilla. Pero los dos niños se perdieron de su vista. Fuera de sí, la mujer corría por la rivera tratando de divisarlos. Iñaki logró aferrarse a una roca, mientras Pedrito desaparecía en el agua. Sin pensarlo mucho, el chico se lanzó de nuevo y se sumergió en busca de su amigo. Por unos instantes no se veía a ninguno de los dos, pero, de pronto, Iñaki emergió arrastrando el cuerpo exánime del otro. Ya en la orilla Pedrito, repuesto del susto, envuelto en toallas y tiritando de frío, exclamó:
—¡Sabes que esto nunca lo olvidaré! De ahora en adelante, ¡yo soy tu hermano!
El timbre de la puerta sonaba incansable como si fuera alguien conocido y, cuando Elisa abrió la puerta, se encontró de cara con un hombre bajito que se cubría con una boina demasiado grande y en cuyo rostro moreno brillaba una sonrisa tan amplia que le ocupaba toda la cara. Se veía un poco maltrecho, y Elisa quedó desconcertada cuando le preguntó
—¿Está mi hermano Iñaki?
Que ella supiera, su marido no tenía ningún hermano, pero aun así lo llamó:
—¡Iñaki! ¡Aquí hay un hombre que te busca!
El citado acudió en pijama con el periódico en la mano y quedó un tanto perplejo por un instante. Habían pasado muchos años pero, sin embargo, enseguida reconoció a Pedrito y lo abrazó con efusión. Se podría decir que con apenas unos centímetros de más estaba igual que antes
—¡Chico! ¿Qué haces tú por aquí, y como diste conmigo? Pero pasa. Esta es Elisa, mi mujer. Ya llevamos cinco años casados. ¿Y tú cómo estás? Yo te hacía en el pueblo.
—Pues nada, que vi que estaban echando abajo la casa y le pregunté por vosotros al hombre que estaba allí. Me dijo que tu madre le vendió la propiedad y me dio un número de teléfono que resultó ser de tu hermana, que me dio tus señas. Por cierto, ¡qué guapa está tu hermanita! Quién lo iba a decir de aquella mocosa. El caso es que el hombre aquel me trajo en su camioneta y me llegué hasta aquí con la esperanza de volver a veros. No me podía marchar de Bilbao sin venir por aquí.
Pedro se abrazó a Iñaki y dijo dirigiéndose a Elisa:
—¡Él es más que un hermano para mí, me salvó de la muerte! ¿No te lo ha contado nunca? — La mujer negó con la cabeza y él prosiguió —. ¡Si es un héroe! Le debo la vida para siempre.
—¡Vaya, no sabía nada de que hubieras llamado! Y no es de extrañar, ya que Mary solo se preocupa por ella —dijo Iñaki y, viendo la fachosa figura del hombre, preguntó—: ¡Y bueno! Háblame de ti… Supongo que tendrás trabajo y familia.
Él lo miró con sus ojitos de ratón antes de contestar.
—¡Pues verás! Ni lo uno, ni lo otro, por eso me dije, ¡vete a buscar a Iñaki, que seguro te ayudará! Porque ya sabes, tú eres mi hermano, y como yo soy un paria en el pueblo…
—¡Y eso por qué! ¿No se ocupaba nadie de ti? Nunca nos dijiste si tenías familia, ni siquiera dónde vivías, Pedrito.
—Yo no tengo padres. Alguien me dejó allí cuando era muy pequeño, e hice de una cueva mi hogar. Un viejo al que yo llamaba abuelo me daba de comer de vez en cuando, y justo un par de días después de que te fueras lo encontraron muerto. Había sido golpeado ferozmente, con la cabeza envuelta en una bolsa de plástico. Ahogado el pobre hombre, y me echaron la culpa. La guardia civil no encontró pruebas contra mí, ¡pero ya sabes cómo son en los pueblos! Para ellos yo era culpable. Me iban a llevar a un hospicio. Pero me escondí hasta que me olvidaron y, la verdad, peor no lo pude pasar.