Las hijas del joyero

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La casa de los Lévine era como un relicario de viejas glorias, un lugar donde el tiempo parecía haberse detenido en un lustre apagado. En el corazón de la ciudad, su fachada orgullosa y sus ventanas grandes y pulcras mostraban una riqueza incontestable, pero también un silencio pesado, casi incómodo. Una joya no solo brilla, también puede ser fría y distante. Así eran las hijas del joyero: cinco piedras preciosas de belleza y valor, pero encerradas en un estuche que no les permitía brillar.

Cada una de ellas tenía su propia luz, su propio matiz, y su propio destino, aunque todos parecían encerrar una sombra similar. Como las joyas que su padre creaba, hermosas pero frágiles, deseadas pero encerradas, las hermanas Lévine vivían atrapadas en la misma casa y la misma desgracia.

Era temprano, demasiado temprano para que las cinco hermanas estuvieran despiertas, pero Beatrice llevaba horas mirando al techo, atrapada en un suspiro que nadie más escuchaba.

Era la primera en despertar, aunque no había realmente dormido. Su cabello negro, siempre perfectamente recogido, contrastaba con la palidez de su rostro, marcado por una melancolía profunda. Sus ojos, de un gris casi translúcido, reflejaban la resignación de quien lleva demasiado tiempo esperando algo que no llegará. Era la mayor de las cinco. Parecía cargar un peso invisible que ninguna otra hermana podía compartir. A ella le gustaba imaginar que ser madre podría ser su única forma de dejar una huella, algo que ni el destino ni su padre podrían arrebatarle. Su cariño por las demás era sincero, aunque muchas veces escondía un rencor sordo y envidioso cuando veía cómo las más jóvenes aún tenían esperanzas que ella había perdido para siempre.

En la cama contigua, Beth dormía aún, ajena a los pensamientos que su hermana mayor arrastraba noche tras noche. Era la segunda, y se presentaba con la seguridad de quien cree tener el mundo en sus manos. Se consideraba la más inteligente y cultivada, pero su inteligencia era una llama encerrada en una habitación sin ventanas. Amaba los libros, esos pocos que había logrado esconder de sus padres, como pequeños tesoros que le abrían mundos fuera de su jaula. Soñaba con ser maestra, con enseñar y abrir mundos, aunque sabía que en su casa esas ideas no eran bien vistas. Aún recordaba con amargura la vez que un joven abogado vino a pedir su mano. Estaba a punto de casarse, pero la boda nunca se concretó. La razón fue absurda: el abogado descubrió que Beth, en un momento de descuido, había dejado caer un libro prohibido de poesía romántica en la mesa durante una visita a su madre, y ésta interpretó que la joven tenía "ideas inapropiadas" para una futura esposa. El abogado, más asustado que enamorado, se había retirado.

Con las sábanas en el suelo y el cabello esparcido por la almohada, respiraba con tranquilidad Brigette. Tal vez estaba soñando con un hogar propio, un espacio que pudiera controlar sin la sombra de sus padres. Era astuta y sabía usar las pequeñas artimañas para ganarse el favor de sus padres, aunque eso la hacía parecer egoísta y fría. En su mundo, cada gesto y palabra era una jugada. Su cuerpo fuerte y su postura firme la hacían parecer una roca en medio del tormento familiar. Para ella, el matrimonio era menos una cuestión de amor y más un medio para lograr independencia.

Envuelta en un hermoso camisón rosa pálido descansaba Bonnie, con su piel clara y ojos azules. Era la más impulsiva y ambiciosa de todas. Su cabello dorado y rizado parecía brillar con la luz del sol, reflejando su deseo de riqueza y glamour. Su mayor deseo era pertenecer a una familia rica, rodearse de vestidos caros, joyas relucientes y fiestas brillantes. A diferencia de sus hermanas, Bonnie no tenía miedo de hablar con los hombres, aunque siempre terminaban utilizándola por su belleza sin ofrecerle más que falsas promesas. Su energía a veces resultaba agotadora para las demás, y su impaciencia la llevaba a cometer errores que solo profundizaban la distancia con su familia.

La cama que había a su lado estaba vacía. En el balcón que daba a la calle silenciosa, Blair respiraba el aire fresco de la mañana, su figura recortada contra el cielo pálido. La menor de las hermanas tenía la piel clara y los ojos grandes, oscuros. Sus cabellos castaños caían desordenados sobre sus hombros, y el viento parecía jugar con ellos como si entendiera su deseo de libertad.

En sus ojos habitaba un deseo distinto al de sus hermanas. No soñaba con riquezas, ni con ser madre, ni siquiera con un hogar propio. Su anhelo era la libertad, una palabra que se repetía en su mente como un mantra silencioso. No le importaba si esa libertad llegaba por medio de un hombre o por sus propios medios, sólo quería escapar de la prisión en la que vivía. Era ingenua, sí, pero no tonta. Observaba y entendía más de lo que permitía

Una campanilla de cristal sonó dos veces, clara y aguda, como si alguien la hubiese hecho tintinear con precisión quirúrgica. No venía de la entrada ni de la cocina, sino del pasillo del segundo piso.

—Otra vez no... —murmuró Beth, enterrando la cara en la almohada.

El sonido volvió a sonar, esta vez acompañado por pasos secos y un ligero roce de tela elegante.

Era Madame Eloïse, la antigua institutriz que, aunque hacía años había dejado de enseñarles lecciones formales, seguía teniendo la tarea de "mantenerlas despiertas, decentes y presentables". Nadie sabía su edad exacta, ni si alguna vez había sonreído. Caminaba erguida como si llevara un libro en la cabeza, con un vestido negro que arrastraba apenas el suelo, y una campanilla de plata colgando de su muñeca izquierda.

—Arriba, señoritas. —Su voz era como una taza de porcelana: frágil pero peligrosa si se rompía—. Su madre quiere verlas en el salón antes del desayuno. Y preguntó por Blair.

La mención de su nombre hizo que todas se miraran, aunque ninguna dijera nada al principio. Blair no estaba allí. Brigette fue la primera en sentarse.



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En el texto hay: romance, drama, venganza

Editado: 05.06.2025

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