Blair caminaba deprisa por el sendero viejo que salía detrás del lavadero, una ruta olvidada que bordeaba los muros traseros de la casa Lévine. Las piedras estaban cubiertas de musgo y las ramas secas crujían bajo sus zapatos, pero ella se movía con soltura, como si conociera ese camino mejor que las habitaciones de su propia casa. A lo lejos, la mansión quedaba cubierta por la niebla temprana y los altos cipreses del jardín, que velaban su huida como cómplices silenciosos.
El aire fresco de la mañana acariciaba su rostro, y por primera vez en semanas respiró sin miedo a ser interrumpida. Nadie la llamaba, nadie le daba órdenes. En aquel instante, caminando sola entre zarzas y árboles dormidos, Blair se sentía libre.
La cerca que marcaba el final del terreno de su familia era baja y fácil de saltar. Al otro lado, el sendero de tierra se abría paso entre pastos altos y flores silvestres que aún conservaban el rocío. Aquel rincón del mundo estaba en ruinas desde hacía años, cuando la familia que cuidaba el huerto partió sin dejar rastro. Ahora solo quedaban árboles viejos, sus ramas enredadas y los frutos creciendo como por instinto, sin manos que los recojan.
Blair llegó al claro sin ser vista, y cuando vio los ciruelos, sonrió. Las ramas estaban pesadas de fruta madura, violetas, firmes y dulces, cubiertas de una bruma natural que brillaba con la luz suave del sol. Comenzó a recoger con cuidado, dejando caer las ciruelas dentro de una cesta de mimbre que había llevado con ella.
Mientras trabajaba, tarareaba una vieja melodía que Beatrice solía cantarle cuando eran niñas. Su voz era suave y clara, y se deslizaba entre las hojas como un susurro escondido.
Un árbol más adelante, algo llamó su atención. En la rama más alta, un pequeño racimo de ciruelas colgaba con un color distinto: más oscuras, redondas, con un tono profundo entre azul y morado, como si hubieran sido pintadas por la noche. Parecían perfectas. Las imaginó en un frasco de vidrio, convertidas en la mermelada más deliciosa que la cocina de los Lévine habría visto en años.
Blair dejó la cesta bajo el árbol y alzó los brazos, tratando de alcanzarlas. Se puso de puntillas. Estiró los dedos. Nada. Chasqueó la lengua con frustración, miró a su alrededor y, sin pensarlo dos veces, buscó una rama firme a la que aferrarse.
Ya lo había hecho antes. No muchas veces, pero las suficientes como para saber dónde pisar. Colocó el pie en la hendidura del tronco, se impulsó y comenzó a trepar, con el vestido enredándose entre las ramas y la emoción latiéndole en las mejillas.
Estaba tan concentrada, tan envuelta en su pequeña hazaña, que no escuchó las pisadas sobre las hojas secas ni el crujir leve de una rama rota. No fue consciente de su presencia hasta que escuchó una voz masculina, baja y suave, proveniente justo debajo de ella.
—¿Acostumbras a robarle a los árboles en la madrugada, o soy yo quien ha tenido el privilegio de ver algo tan curioso?
El corazón de Blair se detuvo por un instante.
Un grito ahogado escapó de su garganta, y su pie resbaló torpemente contra la corteza. El mundo giró durante un segundo antes de que sus manos perdieran fuerza y su cuerpo comenzara a caer. Cerró los ojos, esperando el golpe, pero en lugar del suelo, fue recibido por unos brazos firmes y cálidos que la sostuvieron con una seguridad casi ensayada.
Su rostro terminó peligrosamente cerca del de él.
El joven la miraba con una media sonrisa que parecía tan parte de él como sus ojos dorados, enmarcados por pestañas oscuras. Su cabello, castaño oscuro con reflejos cobrizos, caía de forma perfectamente desordenada, como si el viento se hubiera aliado con la vanidad. Vestía con elegancia, sin ostentación, con una chaqueta de lino claro, una camisa blanca impecable y pantalones bien cortados. Todo en él olía a mundo exterior. A libertad.
—Estás bien —dijo, con una voz que parecía tejida con calma y una pizca de burla encantadora—. Aunque, debo decir, que si querías caer rendida a mis pies, existían formas menos dramáticas.
Blair no podía hablar. Su rostro ardía. Sentía cada centímetro de su cuerpo temblar, no de dolor, sino de la cercanía, del roce, del hecho de que era la primera vez que un hombre la sostenía así. Su respiración era errática y rápida, sus manos buscaban un punto seguro donde sujetarse, aunque solo encontraron su pecho. Él no parecía incómodo. Solo la miraba, con un brillo divertido y cálido en los ojos.
Ella logró balbucear algo parecido a un agradecimiento, pero se detuvo en seco cuando el dolor punzante en su tobillo la hizo estremecerse. Había una pequeña herida en su piel, y la sangre comenzaba a descender lentamente por su pie.
—Te has hecho daño —dijo él, esta vez con seriedad.
La depositó con suavidad sobre el suelo cubierto de pasto, y sacó un pañuelo blanco de su bolsillo. Se agachó, doblando una rodilla con naturalidad, y comenzó a envolverle el pie con cuidado. Sus manos eran hábiles, cálidas. Blair lo observaba en silencio, notando cómo bajaba la vista para concentrarse en su tarea, sin una pizca de nerviosismo. Estaba completamente tranquilo, completamente en control. Y eso la alteraba aún más.
—No deberías estar aquí sola —añadió, mientras apretaba un nudo en el pañuelo con delicadeza—. Mucho menos trepando árboles como una ladrona de huertos.
—Yo... yo no soy una ladrona —logró decir ella, con un hilo de voz. Le temblaba hasta la respiración.
—¿Entonces qué eres? —preguntó él, mirándola con interés genuino—. Una ninfa escapada del bosque, tal vez. Aunque las ninfas no suelen vestirse tan bien.
Blair se llevó una mano al pecho. Solo entonces recordó que llevaba puesto su vestido azul, el más sencillo que tenía. Se le había enganchado en una rama, y ahora estaba un poco sucio. Se sintió terriblemente avergonzada.
—Solo vine por... ciruelas —murmuró, bajando la mirada.
Él sonrió. Una sonrisa tan sincera que pareció desarmarla por completo.