Las hijas del joyero

3

Cuando las campanas de la iglesia del barrio marcaron las siete, la casa Lévine ya estaba sumida en un silencio tenso.

Las hermanas se encontraban en el comedor, terminando el desayuno bajo la mirada severa de su madre. Pero la llegada de su padre siempre alteraba el aire, como si un cambio invisible volviera cada rincón más afilado, más vigilante.

Louis Lévine, el patriarca, entró con paso firme, el abrigo aún sobre los hombros. El sombrero en la cabeza y el bastón de marfil golpeando suavemente el suelo de mármol avisaban su presencia aún antes de que se asomara a la estancia. Era un hombre alto, de rostro anguloso y ojos oscuros como la tinta, acostumbrados a observar hasta el más mínimo detalle. Su bigote perfectamente recortado y las manos finas pero endurecidas por el trabajo constante revelaban su carácter: exigente, orgulloso, implacable.

—Buenos días —dijo, sin mirar a nadie en particular. No era una cortesía, era una obligación de rutina. Todas las hermanas se pusieron de pie al instante.

—Buenos días, padre —respondieron al unísono, como si de una sola voz se tratara.

Él dejó el sombrero sobre la consola junto a la puerta y colgó el abrigo en el perchero. Caminó hasta su lugar en la cabecera de la mesa y se sentó sin invitarlas a hacer lo mismo. No hacía falta: hasta que él no tomara asiento, ninguna lo haría. Cuando por fin lo hizo, todas ocuparon sus lugares nuevamente.

—Hoy no regresaré hasta tarde. El encargo de la duquesa de Montreuil debe entregarse esta misma noche. No quiero interrupciones. Si alguien pregunta por mí, no estoy —sentenció, sirviéndose él mismo una taza de café.

—¿Es la gargantilla de rubíes, padre? —preguntó Beth con cautela, casi en un susurro.

Él asintió sin mirarla.—La última piedra llegó esta mañana desde Marsella. Tuvimos que tallarla de nuevo. Inaceptable cómo llegan las cosas últimamente. Todo hay que hacerlo uno mismo si se quiere que esté bien hecho.

Nadie se atrevió a replicar.

—Espero que hoy no haya más escándalos ni paseos innecesarios por el vecindario —dijo sin cambiar el tono, pero con los ojos clavados en Blair, quien sintió que el corazón se le detenía un instante.

—No, padre —respondió ella, bajando la mirada.

El silencio volvió a reinar. Louis Lévine bebió de su taza, levantó el periódico y se hundió en la lectura de la primera página. Nadie osaba moverse demasiado o hablar sin necesidad. En esa casa, las palabras eran piedras que podían volverse contra una misma si no se elegían bien.

Beatrice mantenía los ojos fijos en su plato, fingiendo interés por los restos del desayuno. Beth sostenía la taza con las dos manos, rígida. Brigette observaba de reojo cada movimiento del padre. Bonnie, incluso con su impulsividad habitual, no se atrevía a sonreír ni a mirar demasiado a nadie.

Era así cada vez que Louis Lévine estaba en casa. Como si la belleza de sus hijas, el prestigio de su nombre y la opulencia de su hogar no fueran más que piezas cuidadosamente alineadas en una vitrina, y él, el único con permiso para abrirla, moverlas, o romperlas si hacía falta.

Louis Lévine dejó la taza con un golpe seco sobre el platillo, provocando un sobresalto leve en Blair. El sonido, aunque pequeño, fue suficiente para acallar cualquier pensamiento.

—Cinco hijas y ninguna con un compromiso digno —murmuró, hojeando lentamente las páginas del periódico—. A esta edad, vuestra madre ya estaba casada y esperando a Beth.

Madame Geneviève, que normalmente mantenía una postura rígida y orgullosa, bajó ligeramente la mirada. El comentario no iba dirigido a ella, pero bastó para borrar la expresión severa que la solía caracterizar. En presencia de su esposo, ella no era autoridad: era reflejo y sombra.

—Todavía son jóvenes, Louis —se atrevió a decir en voz baja, sin levantar la vista del borde de su taza.

—¿Jóvenes? —soltó una risa seca, sin humor, como si la palabra en sí le ofendiera—. ¿Y qué harán cuando dejen de serlo? ¿Esperar a que un viudo las tome por compasión?

Ninguna respondió. Ninguna se movió. Cada palabra parecía arrancada de una daga bien afilada.

—Beatrice, tú deberías haber sido la primera. La más callada, la más dócil. Pero pareces más una sombra que una mujer. ¿Crees que alguien se casará con una figura de cera?

Beatrice no alzó los ojos. Se mantuvo erguida, las manos juntas en su regazo, el rostro inexpresivo. Pero sus mejillas se tornaron de un tono más pálido.

—Y tú, Brigette... tanta risa, tanta palabra. ¿De verdad piensas que eso es lo que buscan los hombres? Te miran y no saben si están ante una joven o un bufón con corsé.

Brigette apretó los labios. No respondió, y por primera vez, no tuvo réplica.
Louis se volvió ligeramente hacia Beth.

—Tú, al menos, tienes sentido común. Pero sigues escribiendo esas cartas absurdas al abogado, como si un hombre de bien fuera a comprometerse con una mujer sin dote ni nombre.

Beth tragó saliva. No se defendió. No se permitió pestañear.
Luego, Louis alzó la vista y la dirigió a Blair. Su voz bajó, pero no se suavizó.

—Y tú..., tan buena para recoger flores, tan torpe para sentarte frente a un caballero sin ruborizarte como una criada. ¿Quién te querría? ¿Un pastor? ¿Un jardinero? Quizás podríamos venderte con un campo como dote.

Blair sintió cómo se le cerraba el estómago. Ni siquiera supo si estaba respirando. El dolor en el pie se volvió insignificante en comparación al peso de aquellas palabras.

—Bonnie —continuó, sin miramientos—. la más malcriada. Eres apenas una niña y ya caminas como si la vida te debiera algo. Debería haberte enviado a un convento cuando aún podía corregirse lo incorregible.

Bonnie miró su plato con los ojos vidriosos, pero no derramó una lágrima. Había aprendido a no hacerlo frente a su padre.
Louis Lévine volvió a tomar el periódico con total calma.

—A vuestro paso, terminaréis todas como vuestras tías: bordando pañuelos para otras mujeres en su boda.
Madame Geneviève seguía en silencio, las manos cruzadas con firmeza, los labios apretados. No dijo nada. Ni siquiera cuando vio a Blair frotarse disimuladamente la muñeca, ni cuando Brigette desvió la vista para que nadie notara su rabia contenida. Había aprendido, como sus hijas, que en presencia de Louis, cualquier palabra era dinamita.



#5419 en Novela romántica
#2168 en Otros
#372 en Novela histórica

En el texto hay: romance, drama, venganza

Editado: 16.06.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.