Holaaa, recuerden que este es el último libro de la saga y que todos los demás lo pueden encontrar en mi perfil. Disfrutenlooooo!!!
Ellie
No me gusta llegar tarde. Es algo que deberías saber antes de empezar con
todo esto.
Por eso, cuando me desperté y miré el móvil, experimenté el pequeño
momento de pánico que sientes cuando sabes que estás a punto de cagarla a
lo grande. O, mejor dicho…, cuando estás a punto de llegar tarde al único
día de pruebas del equipo de baloncesto de tu ciudad.
Me levanté de golpe, presa del pánico, y busqué frenéticamente la agenda
del día en el móvil. De mientras, iba corriendo hacia la puerta, donde recogí
el uniforme de pruebas que había tenido que comprar al club. Era tan feo
como poco útil.
Empezamos positivas, como de costumbre.
Y, justo cuando pensaba que la mañana no podía empeorar, me di de
bruces contra la puerta cerrada de mi cuarto de baño.
—No me lo puedo creer —mascullé—. ¡Jay! ¡JAY!
—¿Quééé…?
—¡Que abras la puerta!
Solté la ropa para aporrear la madera, furiosa. Por lo poco que oía, mi
hermano mayor estaba bajo el chorro de agua, con la música puesta.
—¡JAAAY! —insistí, cada vez más furiosa.
—Pero ¡déjame cinco minutos!
—¡Necesito ducharme ahora mismo, no dentro de cinco minutos!
—Ellie, te juro que llegar tarde no supone el fin del mundo.
—¡Que abras! ¡AHORA MISMO!
No me hizo caso y, presa del pánico, miré a mi alrededor. Necesitaba
apoyo y, aunque mi primera idea fue mamá, la opción más rápida era mi
padre: estaba saliendo de su habitación. Por su bostezo, deduje que acababa
de despertarse. Oh, mierda. Mi padre por las mañanas no funcionaba a la
misma frecuencia que el resto del mundo.
—¡Papi! —salté con mi mejor voz de niña buena—. ¡Necesito ayuda!
Pese a mis diecisiete años, el tema pucheros a veces seguía funcionando.
Sin embargo, como he mencionado, mi padre no era una persona muy
mañanera. Lo único que conseguí fue una ceja enarcada.
—A ver… —murmuró, todavía con la legaña colgando del ojo—, ¿qué
pasa ahora?
—¡Dile a tu hijo que salga del cuarto de baño!
—¿A cuál de ambos?
—¡Al que está dentro!
—Ah, claro.
Se frotó los ojos con un puño y, con los pasitos más cortos y
desesperantes que había visto en la vida, se plantó ante la puerta que yo
acababa de asaltar.
—¡Dile que salga! —insistí, desesperada.
Él suspiró, como siempre que le tocaba la ardua tarea de encargarse de
nuestros conflictos.
—¿Jay? —preguntó al tiempo que daba un golpecito a la puerta, a lo que
dejó de oírse el agua repiqueteando contra mi plato de ducha—. ¿Estás
molestando a tu hermana?
—Se molesta ella sola.
—¡Mentira! —salté.
—Es una infeliz.
—¡MENTIRA! ¡Soy muy feliz!
—¡Solo me estoy duchando!
—¡En mi baño! ¡Tiene el suyo propio, papá!
—¡Era el que me pillaba más cerca!
—A ver, en esta casa hay baños de sobra —expuso nuestro padre,
impaciente. Apenas había llegado y ya estaba harto de nosotros—. Ellie,
¿por qué no te vas a otro y lo dejamos estar?
—¡Porque mis cosas están aquí! ¿Sabes cómo se me pone el pelo si no uso el…?
—¿Qué más da? Sudarás y tendrás que ducharte otra vez.
—¡Pero no es justo! ¡Él es quien…!
—Piensa en tooodo el tiempo que estás perdiendo en esta discusión. ¿No
es mejor ducharte más tarde, cuando vuelvas?
Y, así de fácil, papá había zanjado la discusión. Me dio una palmadita en
el hombro y se marchó felizmente a desayunar.
Lo que él no entendía era que cambiarme de cuarto de baño no entraba en
el horario planeado y que, por lo tanto, era incapaz de hacerlo. Daba igual el
ansia que tuviera de ducharme; solo podía hacerlo en mi baño. Nada me
sacaba más de quicio que un cambio de planes.
Frustrada, golpeé la puerta y volví a mi habitación, donde no me quedó
más remedio que vestirme a toda velocidad.
Ojalá Jay se resbalara y se cayera de culo.
Exclamó la dulce hermana.
El salón olía a comida recién hecha, pero ya sabía que no era obra de
papá. Cuando olía bien, significaba que mamá se encontraba en casa.
Estaba apoyada en la encimera con la cadera y hablaba por teléfono. Por su
atuendo —que consistía en una camisa blanca y unos pantalones azul
oscuro— deduje que estaba lista para marcharse a trabajar. Me pregunté si
nos traería algún regalo de dondequiera que fuera esa vez.
Mamá siempre se las arreglaba para estar divina mientras hacía mil
cosas, algo que yo siempre había querido hacer; sin embargo, era totalmente
incapaz.
Había preparado, por cierto, desayuno para todos. En cuanto vi un plato
de huevos revueltos, me hice con él y me lo llevé a un rincón de la barra,
donde mi hermano pequeño ya estaba desayunando, ignorándonos a todos.
—Buenos días, enano —murmuré.
Tyler —«Ty» para los amigos, aunque lo odiara— pasó de mí y siguió
mirando su tablet. El flequillo castaño le caía por debajo de las cejas, y
todavía llevaba la parte de la nuca aplastada por la almohada. Su pijama
tenía un patrón de cuadritos escoceses, como el de un señor mayor. Estaba
tan ocupado mirando la pantalla y engullendo cucharadas de cereales que ni
me miró.
Mamá sí que sonrió nada más verme, incluso lanzó un beso de buenos
días. Dijo algo incomprensible al teléfono y, entonces, su sonrisa se evaporó. Más que nada, porque vio que yo comía a toda velocidad para
marcharme cuanto antes.
—Un momento —le dijo al móvil sin despegar la mirada de mí—.
¿Adónde vas con tanta prisa?
—Tengo laf puebaf —expliqué con la boca medio llena.
—Ya sé adónde vas. Lo que quiero decir es que de aquí no sales sin
desayunar.
—¡Ma-á! —protesté, y por fin me tragué el bocado de huevos revueltos
—, ¡ya llego tarde por culpa de Jay!
—Nada es tan importante como para dejar de comer. Siéntate y desayuna
algo decente.
—¡No tengo tiemp…!
Gesticuló con seriedad para que me sentara y, acto seguido, volvió al
móvil. Le puse mala cara y como respuesta me metió un bollo de crema en
la mano; luego, otro gesto, esta vez para que comiera. Lo hice tan rápido
como pude.
Esperaba no ahogarme, porque ya era lo que me faltaba para llegar tarde.
Grandes prioridades.
Papá llegó en ese momento a la cocina y, aunque se acercó a mamá para
besarla, ella le clavó un dedo en la frente para detenerlo. Estaba muy
enfrascada en la conversación y parecía algo irritada con su interlocutor.
Papá se limitó a encogerse de hombros y robar una tostada.
—¡Ya eftoy lita! —grité con la boca llena—. ¡Adiós!
Corrí hacia la entrada para que mamá no pudiera pensárselo mejor, pero,
aun así, oí el último grito de papá:
—¡Machácalos a todos!
Sin embargo, me encontré un obstáculo justo delante de la puerta
principal. Y ese obstáculo era mi hermano pequeño, Tyler. Estaba de pie
frente a ella con los brazos cruzados. Pasmada, me volví hacia atrás,
intentando descubrir cómo puñetas había conseguido plantarse delante de
mí con tanta rapidez.
—Quieta ahí —me advirtió—. ¿No se te olvida algo?
—¿A mí?
—Pues claro, idiota.
—¡Oye, no me insul…!
—¿No se te olvida algo? —repitió con impaciencia, como siempre que pasaba de alguna de sus preguntas.
—¿Qué quieres?, ¿un besito en la frente? ¡Apártate de una vez, Ty! ¡Voy
a perder el bus!
—Salió hace dos minutos.
Abrí la boca, supongo que para decir algo en mi defensa, y pronto me di
cuenta de que era una pérdida de tiempo. Lo único que me salió fue
indignación.
—¡¿Y no me dices nada?!
—¿Cómo voy a decírtelo si no me dejas hablar? Lo que se te olvida son
mis velas aromáticas, esas que me prometiste compr… ¡Oye!
Intenté reprimir una palabrota delante de él —porque era un chivato y
seguro que se lo contaría a mamá— y salí corriendo de nuevo hacia la
cocina. Ella seguía al teléfono, y papá estaba sentado en la barra,
zampándose un cruasán con mantequilla y mermelada. Tenía restos de las
tres cosas en las comisuras de los labios, pero no parecía muy preocupado
por ello.
—¡Necesito ir en coche a las pruebas! —chillé nada más entrar.
—¿Ahora? —preguntó mamá, tapando el micrófono.
—¡Sí, es urgente!
—Ellie, ya te dije que tengo un avión a las nueve y me lleva Daniel. No
le da tiempo a acompañarte y volver.
Daniel era nuestro conductor, un tipo bastante simpático que había
contratado papá hacía algunos años. Solía llevarnos adonde necesitáramos
ir, pero el problema radicaba en que él era uno y nosotros cinco, y a veces
lo necesitábamos todos a la vez.
Ahora era una de esas veces.
—¿Y tú? —le pregunté a papá—. ¿Por favor?
Él, que aún llevaba restos de comida alrededor de la boca, me contempló
con confusión.
—Tengo una reunión en diez minutos, no me da tiempo.
—Entonces ¿nadie me ayudará?
Intercambiaron una mirada y, solo por sus expresiones, deduje la
respuesta.
—Jay no cuenta —aclaré—. Estoy enfadada con él, así que paso de
pedirle un favor.
Mamá suspiró con pesadez. Quien fuera que le hablaba por teléfono había empezado a gritar, pero ella pasaba.
—¿No puedes perdonarle por un rato? —sugirió—. Que te lleve a las
pruebas como símbolo de paz y…
—¡He dicho que no! —me enfurruñé—. Gracias por nada, ¿eh? Ya me
pediréis cosas, ya.
No les di tiempo a responder porque tenía una misión muy clara y me
apresuré a llevarla a cabo. Salí al patio trasero de un portazo y crucé el
jardín, pasando junto a la bañera de hidromasaje, el muelle y la terraza, y
fui a parar a la pequeña edificación junto a nuestra casa: la casa de
invitados, que nunca había albergado invitados porque en ella siempre
habitaba —cito textualmente a papá— «un invasor».
Tío Mike era la última esperanza de mi vida.
Ya a todo lo llamamos esperanza.
Si bien es cierto que su casita no era muy grande, sí que era muy guay.
Su patio trasero consistía en una barbacoa con tumbonas y flamencos de
plástico medio corroídos por vivir en la intemperie. El delantero no tenía
tanto misterio: siempre tenía su coche rojo ahí aparcado.
Como no era una persona muy organizada, ni siquiera tuve que llamar al
timbre para que me abriera, porque la puerta ya estaba entreabierta.
Únicamente cerraba con pestillo cuando hacía cosas que no quería que
vieran los demás.
Por dentro, solo veías montones de ropa, cajas de comida, platos sin
fregar… A él no parecía molestarle vivir entre aquel caos. A mí, en cambio,
me entraban ataques de nervios cada vez que cruzaba el umbral de la
puerta.
Lo encontré en el salón. Se había dejado el televisor encendido el día
anterior. Tenía puesto un canal de esos de adivinas y se había quedado
dormido. Supuse que cayó al sofá al quitarse la ropa, porque ahí seguía
tumbado, boca abajo y con los pantalones a la altura de las rodillas.
Carraspeé de forma ruidosa; sin embargo, el único movimiento que noté
fue el de un pequeño hurón de pelaje marroncito. Estaba dando brincos
entre la ropa y no se detuvo hasta llegar a mi altura.
Sentado en la cabeza de su dueño, me contempló con lo que habría
considerado una sonrisa…, si no fuera un hurón, claro.
—¿Qué tal, Benny? —pregunté—. ¿Te molestaría mucho que le lanzara
un cubo de agua fría a tu padre?