Ellie
El camino de nuestra urbanización era muy bonito. O de eso intentaba
convencerme cuando, cada día, tenía que recorrerlo después de salir del
autobús al volver de los entrenamientos. Estaba bordeado por arbustos y
zonas verdes que daban paso a las entradas del resto de las casas de la zona.
En primavera se llenaba de flores y olía bien. Era la época preferida de Ty,
que —tras asegurarse de que no haría daño a la planta— se hacía con un
ramo de flores y se las llevaba a mamá. Vaya pelota.
Para entrar en nuestra urbanización teníamos que pasar frente a una
cabina de seguridad en la que uno o más guardias comprobaban que o bien
eras un residente o estabas invitado. A mí me daba un poco de pereza, pero
papá y mamá lo preferían porque nos ofrecía cierta intimidad. Tras pasarlo,
recorrí la perfectamente cuidada carretera y pasé por delante de una casa tan
grande como la nuestra. Al tomar el desvío a la derecha, ya solo había lugar
para dos casitas más: la nuestra, que era la del fondo, pegada al lago…
… Y la del puñetero Víctor.
Nuestras casas tenían un aspecto muy similar, con una fachada de estilo
mediterráneo, ventanas oscuras y rectangulares, muros blancos, techos
rojizos… Ambas tenían en común el jardín perfectamente cuidado, la casa
de invitados —aunque supuse que la suya estaría vacía, no como la nuestra
—, la piscina —en nuestro caso era un lago—, la cantidad indignante de
habitaciones y cuartos de baño…
En realidad, pese a ser vecinos, no solía ver a Víctor a menudo. Siempre había supuesto que era porque se pasaba más tiempo fuera de casa que
dentro de ella. Sí que nos cruzábamos cuando íbamos o volvíamos del
instituto, pero fingíamos no ver al otro. En ocasiones lo veía en el salón o
en el jardín con sus padres y su hermana. Algunas veces, nuestras familias
incluso decidían juntarse para hacer alguna comida o barbacoa. En esos
casos, él no estaba en casa, y yo —que probablemente sí que estaba— no
me molestaba en bajar.
Pero, justo ese día que estaba agotada del entrenamiento, tuve que
encontrarme a Víctor frente a su casa.
Maldita sea.
No había forma humana de llegar a mi casa sin pasar por delante de él,
así que hice de tripas corazón y avancé con la cabeza bien alta. Él estaba
centrado en el coche rojo que no había dejado de lavar pese a advertir mi
presencia. Lo frotaba con una esponja llena de espuma.
Sin embargo, eso no fue lo primero en lo que me fijé. Primero me fijé en
que iba sin camiseta.
Bueno…, cabeza alta y, a fingir que no estaba.
Llegué a creer que había alcanzado mi casa sin incidentes, y entonces vi
por el rabillo del ojo que Víctor me seguía con la mirada. No le habría dado
importancia de no haber sido porque empezó a acercarse.
Mierda.
—¡Oye, Ellie!
¿Era obligatorio oír?
Sí.
Dejé de andar, respiré hondo y lo miré. Mi expresión dejaba bastante
clara la gracia que me hacía lo de quedarme a hablar con él. No sé hasta qué
punto fue efectiva, porque eso de que un chico guapo —aunque me jodiera
admitirlo—, semidesnudo y cubierto de espuma se me acercara disminuía
mi cara de mala leche.
Y es que Víctor era guapísimo. Vale, quizá a mí me lo parecía más de lo
que era en realidad, pero me daba igual. Lo tenía todo: pelo rojizo echado
hacia atrás de forma desgarbada, medias sonrisas perennes, labios carnosos,
ojos ligeramente alargados y dorados, pecas que le cubrían el rostro y parte
de los hombros… Intenté no bajar mucho más la mirada, pero estaba segura
de que, si lo hacía, vería muchas más.
Vaya, vaya… Hora de concentrarse otra vez. Parpadeé, me di una bofetada mental y carraspeé de forma muy poco elegante.
—¿Ya te acuerdas de mi nombre? —le solté.
Él se detuvo al oír el tono agresivo. Sin embargo, lejos de molestarse,
pareció que le resultaba divertido. También le había resultado muy divertido
llamarme «Ally» durante todos y cada uno de los entrenamientos.
—Elisabeth… —entonó dramáticamente—. ¿Cómo podría olvidar un
nombre tan bonito?
—¿Vamos a hablar de nombres o quieres algo más?
Mi subconsciente me traicionó y, antes de percatarme de lo que hacía,
miré hacia abajo. Víctor estaba lanzándose la esponja mojada de una mano
a la otra. Volví a subir la mirada enseguida, pero ya me había pillado, de
lleno.
Honestamente, me sorprendió mucho que no se aprovechara de ello para
reírse de mí. Se limitó a mirarme unos segundos antes de carraspear y
retomar la conversación:
—Aunque lo de hablar de nombres es muy interesante… —empezó—, lo
que quería decirte es que no hace falta que vayas en bus cada día. Puedo
llevarte en coche.
—Mmm…, no.
—Vaya, casi no te lo has pensado.
—Es que no hace falta.
—Ya me rompes el corazón otra vez…
—¿Qué ibas a pedirme a cambio?
Dejó de cambiar la esponja de mano, con expresión de sorpresa.
—Nada.
—Sí, claro. ¿Se supone que tengo que creérmelo?
—Puedes creerte lo que te dé la gana, pero solo intentaba ser amable.
—Amable, sí…
—Sigue cogiendo el bus, entonces —dijo, encogiéndose de hombros—.
Gracias de parte del medio ambiente.
—De nada.
Dando por finalizada la conversación, Víctor hizo media vuelta y ademán
de retomar sus quehaceres. No se lo permití.
—¿Le diste dinero a Tad para que levantara la mano?
Se detuvo y me miró de nuevo. Esperaba que mi acusación lo pillara por
sorpresa, pero tan solo logré que parpadeara con desgana. No parecía tener ganas de darme explicaciones.
—¿No habría sido más fácil levantar tú la mano? —añadí.
—Supongo.
—¿Y por qué no lo hiciste?
—Mmm…
—¿Y bien?
—Mmm…, mmm…
Había una cosa que me sacaba mucho de quicio, y era que me sonriera
como si no estuviera oyendo las preguntas.
—Si hubiera levantado yo la mano —me dijo entonces, con el mismo
tono de quien explica una tontería a un crío—, te habrías negado a entrar en
el equipo, solo para llevarme la contraria. ¿O te crees que no te conozco?
Lo peor no era que sonara tan infantil, era que tenía razón.
—¿Y por qué te interesa que entre en el equipo?
—Porque eres buena y necesitamos una sustituta que esté a la altura de
Fred, que se fue hace unos meses.
—Igualmente, podrías haberte arriesgado a levantar la manita —repliqué
con los ojos entrecerrados.
—¿Para qué?
—Oye, Víctor, que yo también te conozco. ¿Qué me estás ocultando?
—Nada.
—Última oportunidad.
Abrió la boca para negarlo, pero entonces dudó. Debió de adivinar que
no estaba para bromitas, porque al final sacudió la cabeza y dijo:
—Saben lo de tu carta.
Mi cerebro tardó una cantidad muy vergonzosa de segundos en captar a
qué carta se refería. En cuanto lo conseguí, fue como si acabara de lanzarme
la esponja a la cara. Y el cubo. Y el coche, ya de paso.
—¿Qué…? —Me quedé paralizada un segundo, entonces mis mejillas se
volvieron completamente rojas de rabia—. ¡¿Se lo has contado?!
—¡No!
—¡No me mientas!
—¡No te estoy mintiendo!
—Entonces ¿cómo lo saben?
—Creo que Marco se enteró, no sé cómo, y se lo contó a todos. Si
hubiera levantado la mano o me hubiera acercado a ti de cualquier manera, les habría dado la excusa perfecta para restregarte lo de la carta y burlarse
de ti. Supuse que Tad sería una opción mucho más neutral.
Retrocedí un paso, tratando de discernir si me decía la verdad o no.
—¿Y qué quieres? —pregunté—, ¿que te lo agradezca?
—Bueno, no diría que no a una pequeña muestra de gratitud, pero
también lo he hecho por mí. Las bromas saldrían en ambas direcciones.
Digamos que nos he salvado el culo.
—Por ahora.
—Sí, por ahora. Pero tú eres más retorcida que yo, seguro que se te
ocurre un plan mejor.
Solté una risita irónica que, por algún motivo, le hizo sonreír. Uf.
Vale, la conversación se había terminado. Estaba claro. Ninguno de los
dos sabía qué añadir y nos limitamos a mirarnos el uno al otro de forma un
poco incómoda. Finalmente, como él no parecía estar por la labor y yo no
sabía qué decir, solo me salió señalar vagamente el coche.
—¿Es tuyo?
Víctor parpadeó, volviendo a la realidad, y dio una palmadita un poco
torpe en el capó.
—No, es de mi padre. De vez en cuando me ocupo de él para que no
pueda echarme en cara que no ayudo en casa.
—Yo hago lo mismo —admití—. Me hago la cama todos los días solo
para que mi madre no pueda decirme que mi habitación es una pocilga.
Aunque el resto sí que lo es.
Víctor desvió la mirada un momento hacia la ventana que pertenecía a mi
dormitorio; la que había justo frente a la suya. Parecía divertido.
—¿Todavía tienes esa estantería llena de peluches terroríficos? —
preguntó.
—Mis peluches no eran terroríficos…, y no, ya no los tengo. Reformé la
habitación. Ya no la reconocerías.
—Tendrás que enseñármela algún día.
Esbocé una sonrisa estúpida y me encogí de hombros. Espera. ¿Yo?
¿Sonriéndole? ¡¿A él?!
¡Alerta! ¡Alerta! ¡Desvía la conversación!
—¿Cómo está tu hermana? —pregunté con la voz un poco aguda.
Víctor pareció un poco confuso por el cambio de tema y se apoyó en el
coche de forma muy poco natural, como quien intenta parecer casual y no lo consigue.
—Bien —murmuró.
—Ah.
—Sigue bailando y…, eh…, haciendo cosas de las suyas.
—Ah…
Dudó un momento.
—También ha empezado en una academia de música y baile —añadió—.
Esta mañana, de hecho.
—Como Livvie, entonces.
Me arrepentí de decirlo casi al instante. Se suponía que ya no éramos
amigas ni me pasaba por su perfil de Omega a cotillear cómo le iba.
Además, había sido el nexo de problemas de todo nuestro grupo de amigos.
En cuanto a Víctor se le iluminó la mirada, a mí me hirvió la sangre.
—¿Livvie sigue por aquí? —preguntó, todo entusiasmo—. Hace años
que no la veo, ¿sabes cómo está?
Apreté la bolsa de deporte sin darme cuenta, pero a él le pasó por alto.
Estaba ocupado pensando en otras cosas. Di media vuelta.
—¡Adiós, eh! —Oí que decía mientras me alejaba—. ¡Tan simpática
como de costumbre!
Quizá en otro momento le habría sacado el dedo corazón, pero no estaba
de humor.
Jay
Aparte de ser familia, papá, Tyler y yo no teníamos muchas cosas en
común. Por lo tanto, para hacer cosas juntos, alguien tenía que aguantarse y
aceptar una actividad que no le entusiasmaba demasiado. Ese era mi caso al
ver películas de superhéroes; me aburrían, me parecían todas iguales y no
les encontraba el sentido. A Ty y a papá, en cambio, les gustaban mucho,
así que tocaba aguantarse y fingir que no me importaba verlas.
—Por eso es el mejor superhéroe que existe —comentó papá en ese
momento.
Compartíamos sofá, mientras que Ty había decidido ocupar un sillón con
su postura de esfinge orgullosa. Papá, en cambio, tenía los brazos estirados
en el respaldo y me sacudía los hombros en cuanto se acercaba una escena que le gustaba.
En ese momento, por cierto, hablaba de Iron Man.
—Técnicamente no es un superhéroe —opiné.
—¿Eh?
—A ver, no tiene poderes. Lo único que tiene es dinero. Igual que
Batman.
—Oye, cuidadito con lo que dices.
Me encogí de hombros mientras su querido Iron Man, como en todas las
películas, aparecía en el último momento para salvar la tarde. Papá sonrió
ampliamente, como un niño, mientras que Ty lo analizaba con intensidad.
—¿Cuál es tu favorito, entonces? —me preguntó papá.
Sentí que lo hacía solo para poder criticar a mi favorito, como yo había
hecho con el suyo, y no pude evitar una pequeña sonrisita.
—Mmm…, no sé. ¿Thor, quizá?
—Anda que no has salido a tu madre…
—¿A ella también le gusta?
—Le gusta Wonder Woman.
—Ah, sí, esa también está genial.
Papá puso los ojos en blanco.
—Estoy rodeado de enemigos. ¿Y tú, Tyler?
Mi hermano pequeño balanceó las piernas que le colgaban del sillón,
pensativo.
—A mí me gusta Thanos.
—¿El malo? —repitió papá, confuso.
—No es tan malo, es que la película se cuenta desde la perspectiva de los
otros.
—Ya, pero… mata a mucha gente.
—Es que hay mucha gente. Demasiada.
Papá tenía la boca entreabierta, me contempló como si buscara ayuda.
—A ver, sabíamos que a Ty no le gustaría el Capitán América —
comenté.
—Ya, ya…
Honestamente, las películas tenían más de veinte años y los efectos
especiales me parecían muy cutres, así que no le presté demasiada atención.
Me limité a contemplar la pantalla mientras esperaba que llegara la hora de
ir a ver a la abuela Mary.