Jay
Nunca he tenido días de la semana favoritos, pero si tuviera que escoger,
podría ser el martes. Sobre todo, durante el verano, ya que era el único día
en el que todos mis amigos libraban y podíamos vernos en la playa.
Algunos de ellos eran conocidos de instituto, mientras que otros habían
ido apareciendo por el camino. Después de casi seis años jugando al fútbol,
había tenido tiempo de sobra para intimar con los compañeros del equipo.
Pensé que, pese a dejarlo, todos ellos permanecerían en mi vida. Resultó no
ser así para la gran mayoría de ellos. El contacto se fue perdiendo con
todos, menos con Fred.
Con Freddie, hasta el infinito y más allá.
Esa mañana llegué a la playa a las once. En mi grupo había dos tipos de
personas: quienes llegaban cuando acordábamos y quienes llegaban siempre
veinte minutos tarde. Dentro del primer grupo estábamos yo, Lila y Diana,
mientras que en segundo contaban Fred y Beverly.
Cuando me acerqué a nuestro rincón de siempre, Lila y Diana ya estaban
sentadas sobre sus toallas. Solíamos encontrarnos en una playa que quedaba
a veinte minutos en coche de mi casa, pero que estaba muy cerca de las
suyas. Fred incluso venía andando.
Se trataba de un lugar bastante grande pero relativamente íntimo, y
nosotros siempre nos quedábamos en la parte de las rocas porque era la más
vacía.
—Hola, chicas —saludé, dejando mis cosas junto a las suyas.
Ambas se volvieron hacia mí a la vez. Desde que habían empezado a
salir juntas, tenían la mala costumbre de hablar, moverse y prácticamente
respirar a la vez. Un poco tenebroso para mi gusto, sí.
Físicamente, sin embargo, eran dos polos opuestos: Diana era alta, de
pelo oscuro y corto, tez morena y aspecto risueño, mientras que Lila era
mucho más bajita, curvilínea, de tez muy pálida y pelo largo y rubio. Antes
también vestían de formas muy diferenciaditas, pero eso había cambiado
con su relación. No estaba muy seguro de en qué punto habían empezado a
hacerlo, pero habían llegado a la sólida conclusión de que necesitaban
vestirse a juego. Y lo hacían. Fred fingía arcadas cada vez que le tocaba
presenciarlo.
Todos lo hacemos.
—Buenos días. —Lila, sentada sobre su toalla de rayas, me contempló
con los ojos entrecerrados—. ¿Has dormido mal? No tienes muy buena
cara.
Me dejé caer a su lado y, como un crío, me abracé las rodillas y apoyé el
mentón en ellas. Lila y Diana intercambiaron una mirada un poco
preocupada y esta última me dio una palmadita en el hombro.
—¿Todo bien, Jay?
—Sí, sí… Es lo de siempre.
Lo de siempre era una mezcla entre frustración por los cambios,
incapacidad de ordenar mi vida y ganas de morirme.
Un surtido muy equilibradito.
Lila hizo un puchero, como siempre que alguien estaba mal, y rodó como
una croqueta sobre la toalla para sentarse a mi otro lado, de modo que
quedé entre ambas. Por supuesto, las dos empezaron a darme arrumacos.
—¡Pobre Jay, que está frustrado con la vida! —exclamó Lila mientras me
apretujaba.
—Oye, que tampoco es eso.
—Todos estamos un poco frustrados con la vida —aseguró Diana—. No
pasa nada.
—Que no es la vida —insistí—. Es que…, joder, ¿no se supone que a
estas alturas ya debería saber a qué me quiero dedicar? Tengo veinte años,
no doce, y me he metido en dos carreras que no me han gustado. ¿Y si no
me gusta nada?
—Algo te gustará —dijo Diana enseguida.
—¡O no! ¿Y si me muero sin destacar en nada? ¿Y si nunca llego a tener
una habilidad mínimamente aceptable?
—¿Y si morimos todos mañana por una bomba nuclear? —Lila se llevó
una mano al corazón.
—No tiene gracia…
—Ya, ya lo sé. Lo digo para que veas lo absurdo que es preocuparse de
eso. ¿Tú crees que Fred piensa alguna vez en esas cosas?
Lo consideré un momento. No imaginaba que Fred —la persona que
terminaba lanzándose a las piscinas desde un segundo piso en todas las
fiestas— fuera a preocuparse demasiado por nada.
—No…
—Exacto, porque le da igual. Y mira lo feliz que es.
Sabía que tenía razón; aun así, me quedé callado.
Diana sonrió sin añadir nada. Era la última incorporación del grupo y
debía de sentirse un poco intrusa, como una extra. A mí no me lo parecía;
de hecho, me caía genial. Pero entendía que meterte en un grupo de amigos
que se conocían desde hacía muchos años no podía ser fácil, y que por eso
prefería mantener un perfil bajo. Sobre todo, cuando Beverly estaba
presente.
Conocí a Di cuando ya salía con Lila, y la noticia me pilló muy por
sorpresa. Más que nada, porque Lila solo había tenido una pareja en su
vida, y todos sospechábamos que seguía enamorada. Habían cortado mucho
tiempo atrás, sí, pero hay cosas que no se pueden fingir.
¿He mencionado ya que esa pareja era Fred? Sí, ese Fred. El de nuestro
mismo grupo de amigos.
Qué endogámicos son los jóvenes hoy en día.
En resumidas cuentas… Lila estaba enamorada, Fred no; Lila quería
hacer planes cada día, Fred no; Lila pensó que sería para toda la vida, Fred
no; Lila quedó destrozada con la ruptura… y, bueno, Fred no.
No es que Fred fuera un desalmado o un idiota que pasara de ella. De
hecho, hizo todo lo que pudo para suavizar el golpe. Su problema había sido
la sorpresa de que, tras una noche en la que ambos se acostaron juntos, Lila
asumió que estaban saliendo y él no. ¿Podría Fred haber hablado con ella?
Totalmente. Pero lo pospuso y, a medida que fue pasando el tiempo, se
complicó más y más.
Todo eso había pasado a nuestros diecisiete años y, a los veinte, seguíamos pensando que Lila estaba enamorada de él. Por eso lloraba cada
vez que él decidía enrollarse con alguien delante de ella. Y por eso nos
sorprendió tanto que, después de irse de vacaciones con su familia, volviera
diciendo que le gustaba la hija de una amiga de sus padres. Y ahí entró en
juego Diana.
Bev decía que Diana no era más que un parche para poner celoso a Fred.
Este último apenas le daba importancia. ¿Qué creía yo?, te preguntarás.
Pues no estaba muy seguro, pero no me sentía bien hablando de Lila a sus
espaldas. Si algún día ella decidía consultármelo, ya le aconsejaría lo que
me pareciera mejor.
De todas formas, Diana no sabía nada de la relación de su novia con
Fred; yo sospechaba que así seguiría. Mejor no sacar el tema.
—¿Mejor? —preguntó Lila, devolviéndome a la realidad. Todavía
achuchándome.
—Sí… Gracias, chicas.
—No las des. —Diana me dio una última palmadita y volvió a sentarse
correctamente—. Estamos aquí para eso.
—Aunque sospecho que hay algo más —añadió Lila.
—Bueno… —Lo consideré unos instantes, pensando en si la presencia
del innombrable me afectaba hasta el punto de querer contárselo a mis
amigas—. Hay alguien nuevo cuidando a mi abuela. Parece que se llevan
bien.
Diana parpadeó, confusa.
—Se supone que eso es algo bueno, ¿no?
—Sí…, debería…
—Está celoso —le susurró Lila.
—¡No son celos! Es…
No supe cómo seguir y agradecí que no insistieran, porque no estaba muy
seguro de si quería terminar la frase. Lo único que tenía claro era que nada
de aquello me gustaba.
—Pues nosotras tenemos algo que contarte —añadió Lila con una
sonrisita sugerente. Diana se la devolvió.
Oh, oh.
—Si es una guarrada —supliqué—, censuradla.
—No es eso, idiota. Es que voy a conocer a su madre.
—Bueno, ya la conoces —aclaró Diana—. Se refiere a que la presentaré como mi novia. Así, de forma oficial.
—Oooh. ¿Cuándo?
—Hoy mismo. —La voz ilusionada de Lila hizo que se me relajaran un
poco los hombros. Me gustaba ver así a mi amiga, después de que lo pasara
tan mal—. Esta tarde, de hecho.
—Veremos qué tal —añadió Diana en un susurro.
—Seguro que bien —opiné—. Si ya conocen a Lila, el peor trabajo está
hecho.
—Oye, ¿se puede saber qué insinúas con eso?
Mientras Diana se reía y ella se cruzaba de brazos, yo decidí callarme. El
resto de mis amigos se acercaba por el caminito de la playa.
Ellie
Qué asco, estaba sudando como un pollo.
No entendía quién le había dado potestad al entrenador para ordenar
ejercicios cuando él, claramente, había hecho muy poquitos. Seguro que no
sabía ni el nombre de un solo músculo. Pero ahí estábamos. Y no se había
cortado en absoluto, porque todos resoplábamos del agotamiento.
Por lo menos, nuestro querido profesor había tenido un momento de
lucidez al mover los entrenamientos a la tarde, ya que el sol no daba
directamente sobre el gimnasio. Eso de no sentirse como en una sauna
resultaba agradable.
Como cada día, habíamos hecho sentadillas, lanzamientos, chocado
codos…, lo típico. Y mi cansancio no era por falta de entrenamiento —por
mi cuenta, entrenaba continuamente—, sino porque estaba demasiado
descompensado. No podía pretender que lo diéramos todo cada día y sin
parar. Sin descanso, era imposible.
Cuando hizo sonar el pitido, dejé de correr de golpe y me apoyé sobre las
rodillas, tratando de recobrar el aliento. El entrenador se había plantado
justo fuera del campo con una bolsa de galletitas saladas en la mano.
Entrecerró los ojos de forma amenazadora.
—No os hagáis ilusiones, que todavía vamos por la mitad.
—¿«La mitad»? —repitió Eddie sin aliento.
—Eso he dicho.