Las luces de febrero

El caramelo que quiso ser libre

Jay 
—No entiendo por qué pones esa cara, con lo guapo que eres cuando 
sonríes… 
Las palabras de la abuela no hicieron más que aumentar mi expresión de 
rechazo. Era la que solía tener alrededor de Nolan, aunque en ese momento 
no estaba a la vista porque seguía pasando la aspiradora por la habitación. 
—Se despreocupa demasiado de todo —murmuré. 
—Y tú te preocupas demasiado, querido. Siempre lo has hecho. Incluso 
con Ellie y Tyler. 
—Soy su hermano mayor —dije, confuso. 
—Y aparte de hermano también eres hijo. Tus padres pueden cuidar de 
los tres, Jay. No dejes que todo recaiga sobre ti. Aprende a relajarte, que 
también es muy sano. 
—No es tan fácil. 
Sí, mis padres ayudaban, pero siempre he pensado que una parte de ser el 
hermano mayor es tener que cargar con la responsabilidad de que los 
pequeños estén bien. A veces era un poco complicado, porque Ellie siempre 
rechazó cualquier tipo de ayuda y Ty nació siendo un pequeño abuelito; aun 
así, siempre habían dependido de los demás. Ellie lo hacía a nivel 
emocional y Ty a nivel personal. Una era incapaz de gestionar sus propias 
emociones y el otro era incapaz de establecer relaciones con personas 
nuevas porque, aunque le costara admitirlo, le daba muchísimo miedo 
desencajar.

Quizá por eso yo tenía esa necesidad de controlarlo todo, no sé. Me 
gustaba que la gente me necesitara porque eso quería decir que era útil. Si 
no me necesitaban, ¿cuál era mi rol?, ¿qué podía ofrecer yo a los demás? 
Por eso me molestaba tanto que Nolan fuera don perfecto a la vez que era 
un irresponsable. No tenía sentido. Iba en contra de todo lo que había 
aprendido. 
Además, me caía mal. Y punto. 
Sólida conclusión. 
En esos momentos, Nolan salió de la habitación y empezó a pasar la 
aspiradora por el salón. Yo lo miraba con el ceño fruncido. Iba cantando 
alguna canción de música hippie que sonaba en los cascos que llevaba 
puestos. Lo tenía tan fuerte que, cada vez que apagaba la aspiradora, se oía 
a la perfección. 
En una de esas pausas, mi abuela murmuró: 
—¿Por qué no aprovechas para ir a ver a tus amigos, querido? 
Solo supe que me lo decía a mí porque el otro no podía oírla, pues, al 
parecer, él ahora también era su querido. 
Ahora repítelo con una gran sonrisa. 
Estábamos los dos en el sofá, ella con una revista de cotilleos y yo con el 
móvil, aunque apenas le prestaba atención. Al ver que no le respondía, me 
observó por encima de las gafas de medialuna. 
—¿Qué pasa, Jay? 
—Ya lo sabes. 
—Sí, y tú sabes que estás siendo un poco exagerado. 
Justo cuando fui a hablar, Nolan volvió a encender la aspiradora y a 
mover la cabecita de un lado al otro. Apreté los labios mientras la abuela 
sonreía. 
Una vez apagada la máquina, insistió: 
—Es un buen chico. Si le dieras una oportunidad… 
—No me interesa si es un bu… 
Otra vez, la aspiradora. Apreté aún más los labios y ella sonrió el doble. 
—No te dejes llevar por los celos —añadió en voz bajita cuando hubo 
otra pausa. 
—¡No son cel…! 
Y… aspiradora. Casi empecé a darme cabezazos contra las paredes. 
Qué bien me cae este chico.

Me puse de pie, airado. Hasta ahí llegaba mi paciencia. Y cuál fue mi 
rabia cuando vi que Nolan desenchufaba la aspiradora y levantaba por fin la 
cabeza. Al percatarse de que recogía mis cosas, se quitó los cascos. 
—Oh, ¿ya te marchas, tío? 
—Sigo sin ser tu tío. 
—Espérate, que bajo contigo. ¡Yo también he terminado! 
Estuve a punto de mandarlo a la mierda, pero me detuve ante la mirada 
de advertencia de la abuela. 
Nolan se lo tomaba todo con mucha calma, así que estuve esperando 
cinco minutos enteros junto al sofá. Con impaciencia, me crucé de brazos y 
empecé a repiquetear la punta de un pie contra el suelo. La abuela fingía 
que no se daba cuenta, y él estaba tan metido en sus mundos que ni siquiera 
se fijó. 
Cuando finalmente apareció con su riñonera medio deshilachada, 
esbozaba una gran sonrisa. 
—Listo. Te lo he dejado todo preparado, Mary —añadió en voz más alta 
—. Si necesitas algo más, ya sabes. 
—¡Gracias por todo, querido! 
La ceja se me disparó en un tic irritado. 
Nolan se encaminó hacia la puerta sin decir nada más y la sujetó para que 
yo pudiera pasar. Lo hice rápido y sin mirarlo, pero no le dio demasiada 
importancia. 
—Oye —dijo entonces mientras esperaba conmigo el ascensor—, ¿por 
qué no me llevas a casa? 
Ni siquiera un triste «por favor». Entrecerré los ojos. 
—¿Por qué iba a hacerlo? 
—Porque la alternativa es ir andando. No me considero particularmente 
enemigo del ejercicio, pero si puedo ahorrármelo, lo hago. 
—¿Y esa moto cochambrosa? 
—¿Cocha…? —Parpadeó varias veces, tratando de procesar la palabra, y 
luego decidió que le daba igual el significado—. Hoy la tiene mi hermano. 
Vamos turnándola entre todos. 
Pude ver la cara de advertencia de mi abuela, así que en lugar de negarme 
en rotundo subí al ascensor y me crucé de brazos. 
—¿Dónde vives? 
—Oh, de camino a tu casa.

—¿Y cómo sabes dónde vivo? 
—Mary me lo dijo. 
—Veo que habláis mucho. 
—De alguna forma habrá que entretenerse cuando paseamos por la 
ciudad —dijo con alegría, ignorando mi tono—. Y hablando, se le hacen 
siempre más llevaderos. 
No supe qué decirle, así que permanecí el silencio hasta que llegamos a 
mi coche. Nolan se tomó todas las libertades del mundo para quitarse la 
riñonera, lanzarla al asiento trasero, abrir la ventanilla por completo, 
estirarse y entrelazarse los dedos en la nuca. La eché una miradita 
reprobatoria, pero no pareció darse cuenta. 
—¿Estás cómodo? —remarqué. 
—Ajá. Cuando quieras nos vamos. 
Oh, santa paciencia. 
Arranqué el coche y salí del garaje sin mediar palabra. Mientras tanto, él 
bostezó de manera ruidosa y echó el asiento hacia atrás para estirar todavía 
más esas piernas de diez metros que tenía. Carraspeé con desagrado. 
—¿Y el cinturón? —pregunté. 
Lo señaló. 
—Aquí está. 
Chico listo. 
—Que si vas a ponértelo. 
—Ah, pues no sé. Depende. ¿Cuántas ganas tengo de vivir hoy? — 
Empezó a reírse de su propio chiste. 
Yo mantuve la expresión impasible y la mirada clavada en la carretera. 
—Oye, alegra un poco esa cara, parece que se te haya muerto el cuy — 
comentó. 
—No sé qué es un cuy. 
—Es como un hámster, pero en más bonito. 
—Suena fascinante. 
—Lo es. La gente se los come. Los estiran así, las patitas y… 
—Pero ¡no me lo cuentes! 
—Da lástima, ¿eh? Yo casi lloré al verlo. 
Pero ¿de qué puñetas hablaba? 
Sacudí la cabeza y traté de centrarme en la carretera que tenía delante. 
No tardamos en alejarnos de casa de la abuela y meternos en una autovía.



#11045 en Novela romántica

En el texto hay: amor, amistad, baloncesto

Editado: 04.01.2024

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