Las luces de febrero

Epílogo: Las luces de febrero

Dicen que los lugares nunca se mantienen iguales. Que, año tras año, van 
cambiando a la vez que lo hacen sus habitantes. Que evolucionan y mejoran 
con el paso de los años. No es algo que pueda decirse de esta ciudad, pero sí 
de quienes viven en ella. 
Una de sus carreteras, la más larga de todas, ha ido mejorando con los 
años y, lo que antes equivalía a varias horas de trayecto para llegar a los 
pueblos costeros, ahora son tan solo cincuenta minutos. Muchos jóvenes 
universitarios la usan a menudo para visitar a sus familias, mientras que 
otros, ya más crecidos, han dejado de hacerlo. 
En uno de esos pueblos, una familia que antes era de siete miembros 
ahora tiene tan solo cuatro. Mientras que los hermanos mellizos siguen 
trabajando en un garaje destartalado que les da más disgustos que alegrías, 
sus padres se pasan el día paseando y hablando. Hablan de su hija mayor, 
cuyo hijo almuerza en casa de ellos de vez en cuando, aunque no mantienen 
una relación demasiado estrecha. Hablan también de su segundo hijo, que 
decidió seguir la carrera de entrenamiento deportivo y llama a veces para 
preguntarles qué tal están. Pero de quien más hablan es de su hija pequeña, 
aquella niña a la que durante tanto tiempo vieron incapaz de hacer nada, 
que se escondía entre las líneas para no enfrentarse al mundo que la 
rodeaba; aquella que, cuando más los necesitaba, tan solo recibió dudas ante 
su verdad. «Ahora es pintora», comentan. «Ahora vive en la ciudad», 
añaden. «Ahora es nuestro mayor orgullo», exclaman. Ahora es ella quien 
les ha dado la espalda, eso es lo que callan.

En ese mismo pueblo, otro hombre piensa en esa chica. Considera 
ponerse en contacto con ella, aunque sabe que es inútil. Ha visto fotos y 
sabe que es feliz. Se pregunta por qué él, después de tantas relaciones 
desastrosas, sigue sin congeniar con nadie. Y piensa, mientras trabaja en la 
gasolinera de su padre, en todas las cosas que podría haber hecho y las 
pocas que hizo por alejar a todo el mundo de su lado. Piensa que merece 
algo mejor. Piensa en lo injusta que fue aquella pintora al denunciarlo. 
Piensa en que debería ser él quien tuviera una casa, una familia y gente que 
lo quisiera. Lo que no piensa jamás —y quizá sea esa la razón por la que 
está solo— es que el problema podría ser él y no los demás. 
Carretera arriba, mucho más allá del pueblo y sus playas, empieza la 
ciudad. Empieza el recinto universitario. Empieza también la zona de 
fábricas abandonadas. En uno de sus pisos, una mujer lee un libro de recetas 
para principiantes. Pese a haberlas cocinado todas, siguen sin salirle 
demasiado bien. Su marido, desde el sillón, suplica para sus adentros que no 
vuelva a intentarlo, aunque tiene claro que fingirá que le encanta de todas 
maneras. También piensa en su única hija, que ya no vive con ellos, pero los 
visita cada semana. Se pregunta si tendrá que recibirla con una bandeja de 
cupcakes medio quemados. Seguro que le hará gracia y acabarán 
comiéndoselos en la azotea, sin importarles que tengan buen o mal sabor. 
Justo en el piso de enfrente, una mujer se dedica a organizar lo que hará 
esa semana. Se ha pasado tantos años pendiente de lo que querrían los 
demás que a veces le cuesta pensar en sí misma, pero se esfuerza. Ya ha 
encontrado un grupo de amigas con quien jugar al mus cada semana, un 
curso de inglés en una academia cercana y un buen cuidador que la ayuda 
con los quehaceres de casa. Igual que sus nietos pequeños, que la visitan 
siempre que pueden. El mayor también lo hace, pero solo cuando se 
encuentra en la ciudad. Agradece en silencio el regalo que le hizo su suegra 
al fallecer, ya unos años atrás. Agradece que le dejara este piso, porque su 
antigua casa era demasiado grande para ella sola. Todavía sonríe cuando 
piensa en la carta que le dejó la mujer en el testamento. Le pidió que 
muriera con una botella de vodka en la mano y se dejara de tanto 
aburrimiento. Intenta no beber mucho alcohol, pero sí que se esfuerza por 
no aburrirse. Y, honestamente, no le va nada mal. 
Mucho más lejos de ella, al otro lado de la ciudad, un hombre contempla 
en silencio su piano. Tiene una casa gigante —fruto del dinero que ha ganado tras tantos años de trabajo—, pero también vacía. Lee, toca alguna 
canción, toma el sol, habla con sus empleados… Pero es incapaz de 
establecer una conexión genuina con alguien. A veces se hace preguntas de 
las que se arrepiente. Ve los éxitos de su hijo pequeño y siente un retazo de 
orgullo, aunque es más por sí mismo que por él. Sigue pensando que es un 
desagradecido. Eso, y que ojalá le permitiera conocer a sus nietos, a quienes 
nunca ha visto en persona; sin embargo, una parte de él —una minúscula y 
poco escuchada— entiende que no lo haga. Mientras acaricia las teclas del 
piano, se cuestiona todas las cosas que podría haber hecho mejor. Todas las 
cosas que habrían hecho que su casa no estuviera tan vacía. 
Sus hijos piensan en él, de vez en cuando, aunque no de la misma forma. 
Para ellos es un alivio que esté lo más lejos posible. Especialmente, para el 
mayor, que ahora es feliz con su banda y sus continuas fiestas. Recuerda 
todas las veces que le dijeron que algún día se aburriría de ellas, y se ríe; 
eso nunca va a pasar. Aun así, mientras acaricia a su hurón, piensa en que 
debería visitar a su madre también esta semana. Le gusta estar con ella. En 
medio de todo el caos que es su cerebro, es la única persona que consigue 
calmarlo. Y la única que siempre lo ha querido por ser como es, sin esperar 
que cambiara. 
También piensa en su mejor amiga, que lo visita siempre que puede pero 
que es un poco bohemia y no le gusta quedarse en un mismo sitio mucho 
tiempo seguido. Por eso no deja de viajar. Y de cambiar de parejas. Cada 
vez que la ve, lleva a alguien nuevo colgado del brazo. No entiende cómo 
se las apaña, pero todo el mundo parece quedarse completa y absolutamente 
enamorado de ella. A veces se pregunta por qué a él nunca le ha sucedido, 
pero luego pasa tiempo con ella y lo entiende: es su mejor amiga. Es su 
hermana. Es su ancla, de alguna manera. Y, aunque ella nunca lo haya 
confesado, piensa exactamente igual que él. 
Un poco más allá de su casa de invitados, al otro lado de la calle 
principal, un hombre limpia su coche. Lamenta que su hijo ya no se 
encargue de ello, porque lo cierto es que no le gusta demasiado. Echa de 
menos aquella moto roja que tuvo tantos años atrás y que le recordaba al 
pelo de su esposa. Aunque, pensándolo bien, sus dos hijos pelirrojos ejercen 
un papel aún mejor. Todavía recuerda la cara de horror de su esposa cuando 
vio que habían salido a ella, y cómo se puso a comprar crema solar como si 
tuviera que durarle la vida entera. Sonríe con diversión. Puede verla en el salón, frente a su máquina de escribir. Y puede ver también a su hija 
estirando para ir a clase de danza un rato más tarde. También le gustaría ver 
a su hijo, pero se alegra de que esté estudiando. Tras unos segundos, vuelve 
a centrarse en el coche y en que no quede una sola mancha. 
Y entre la casa de invitados y el hogar de los pelirrojos hay otro edificio. 
Otra casa principal, solo que mucho menos tranquila que las dos anteriores. 
El hijo menor está sentado ante su tablet pasando un vídeo tras otro para ver 
qué rutina de yoga puede hacer hoy. Pone una mueca al no encontrar 
ninguna acorde con su estilo. Este mismo verano irá por fin a un 
campamento enfocado en la meditación. Nadie le tomaba en serio cuando 
dijo que ahorraría para apuntarse, pero tras varios años haciendo recados 
por el vecindario, puede permitírselo. Tiene suerte de que sus padres hayan 
decidido pagárselo de todos modos. No está muy acostumbrado a ser 
expresivo, así que el abrazo que les dio aún lo avergüenza un poquito. Lo 
que no les va a contar, sin embargo, es que su otra actividad favorita para 
canalizar la energía negativa es ir a gritar al estudio de su tío. Ni que casi 
todos los coros de las canciones del tío son suyos. No puede esperar a tener 
dieciocho años y pedirle que lo deje ir con él, justo como hizo su hermano 
mayor. 
Piensa entonces en su hermano, que se marchó hace un tiempo. Se 
pregunta si estará bien, aunque en realidad conoce la respuesta porque les 
manda mensajes y llama casi todos los días. No fue consciente de lo mucho 
que lo necesitaba hasta que se marchó, y sospecha que así mismo pensó su 
hermana —también mayor—, a la que encontró varias veces contemplando 
la habitación vacía en silencio. Sabe que todos lo echan de menos, pero que 
a la vez entienden que necesita recorrer su propio camino. 
Su padre entra en ese momento. Después de varios años de escritura 
compulsiva, por fin ha dado con el guion de su última película. Es algo que 
lleva rondando su mente desde hace mucho tiempo; quiere retirarse con la 
cabeza bien alta y vivir el resto de sus días con la familia. No quiere 
alejarse de ellos como hizo su padre en su momento. Además, tiene la 
esperanza de que alguno de ellos le dé algún nieto —aunque espera que 
falte un poco, porque son demasiado jóvenes— al que dedicar todo el 
tiempo libre y sus fuerzas. Muy contento, entra en el despacho de la planta 
baja. Ya se ha acostumbrado al olor a pintura. Y también a verle la cara 
desde distintos ángulos, colores y formas. Su esposa está sentada ante un lienzo a medio pintar; son sus hijos. Le cuenta que el rosa y el azul del 
fondo fueron producto tanto suyo como de la hija. Muy ilusionado, él le 
enseña el guion y le habla de todas aquellas cosas que le apetece hacer. Ella 
escucha con una sonrisa. Es lo que más le gusta de ella, que siempre sabe 
cómo hacerte sentir querido y escuchado. Con ella, nunca ha sentido que 
sus propias ideas sean demasiado locas o inverosímiles. Con ella, siente que 
podría escribir el mejor guion de la historia. 
Ella disfruta del entusiasmo de su marido y, en el fondo, se alegra de que 
por fin esté escribiendo la última película. Sabe cómo es, y es consciente 
del nivel de exigencia que se impone a sí mismo. Cree que le vendrá bien 
un descanso; de hecho, ha pensado en hacer uno ella también. Le gusta 
pintar, pero no viajar constantemente por trabajo. Se pregunta si, cuando su 
hijo pequeño se marche de casa, les apetecerá ir de viaje a algún lugar 
lejano y volver a perderse como cuando eran jóvenes. Le gustaría. Le 
gustaría sentirse otra vez como se sintió aquel primer día en la residencia. Y 
cuando su marido termina de contarle el guion, sabe que él aceptará sin 
dudarlo, tal y como ha hecho siempre. 
Más allá de todos ellos, en otra ciudad, país y continente, un chico 
contempla el vacío ante él. Sus nuevos amigos le han asegurado que no 
pasa nada, que el arnés es seguro y no tiene por qué asustarse. «Resulta 
muy fácil decirlo sin estar al borde del precipicio», piensa. Aun así, salta. 
La caída es brutal y se queda sin aire en los pulmones, pero mientras va 
rebotando, no puede dejar de reírse. Una vez de nuevo en la cima, se 
apresura a abrazar a sus amigos y a convencerlos de que también lo hagan. 
Y eso hacen, claro. Mientras los observa, piensa que debería consultar la 
hora. No quiere que se le pase el momento de llamar a su familia y verlos 
durante un rato. Puede que se haya ido, pero eso no significa que ya no los 
necesite. 
Hay alguien que piensa en él. Alguien que, pese al tiempo, ha cumplido 
con su promesa silenciosa de no olvidarlo. Sus hermanos han ido 
marchándose de casa uno tras otro, pero la hermana pequeña y su novia 
siempre siguen ahí. Y, aunque no le guste reconocer que se equivoca, debe 
admitir que hizo bien en quedarse con ellas. Las quiere más que a nadie. Y, 
aunque piensa en el chico de las camisas lisas y los gestos de 
desaprobación, sabe que algunas relaciones solo funcionan cuando están 
suspendidas sobre un gran «¿Y sí…?». Sonríe al pensarlo. Lo que pudo ser y no fue. Lo que nunca será pero, a la vez, nunca dejará de ser. 
Un chico de cabello pelirrojo, ahora encerrado en un viejo gimnasio, 
desearía disponer del tiempo suficiente como para pensar en esas cosas. Lo 
cierto es que no lo tiene. Los niños y las niñas corren delante de él, 
entrenando para el partido que jugarán el fin de semana. Le gusta 
compaginar los estudios de docente con ser entrenador. Le gusta que las 
personas de su ciudad tengan la oportunidad de entrenar con alguien que se 
interese por ellos. Le gusta que alguien se tome totalmente en serio su 
sueño de ser jugadores profesionales. 
De hecho, conoce a una chica que lo logró. Una chica con la que habla 
cada día, sin excepción. Ella cursa los últimos meses de universidad y con 
su correspondiente ataque de nervios diario. Le gusta contar con su 
pelirrojo favorito para desahogarse, porque a veces la situación la supera. 
Han tenido algunas crisis a lo largo de los años, claro. Es imposible que 
todo sea bonito. Recuerda especialmente duro el inicio de la relación, 
cuando se dieron cuenta de que ambos buscaban cosas distintas. Todo 
cambió cuando él propuso mantener una relación abierta. Ella lo pensó y lo 
consultó con su madre, que soltó una carcajada y le aseguró que solo 
funcionaría con la persona adecuada. Debió de elegir bien, porque no 
habían vuelto a tener un solo problema. Como mucho, se burlaban el uno 
del otro, y eso llevaba a algún roce, pero lo solucionaban con tanta rapidez 
que apenas lo contaban. Además, al finalizar un día de entrenamiento 
intensivo, ella casi agradecía ese tipo de distracción. 
Y, aunque todos llevan vidas muy distintas y separadas las unas de las 
otras, siempre hay fechas en las que deciden reunirse. Una de ellas —y 
quizá la más importante— es un día muy especial de febrero; la ciudad 
entera se dirige a la playa, escribe un deseo en un trozo de papel y lo mete 
en un farolillo para echarlo a volar. Poca gente cree que vaya a cumplirse; 
aun así, lo intentan. Después de todo, ¿qué sería de la vida sin un poco de 
ilusión? 
—¿Cuánto falta para lanzarlas? —pregunta Mike en una de las mesas de 
madera. Lleva un rato peleándose con su lamparita porque dice que no va a 
volar. 
Sue, al otro lado de la mesa, lo mira con impaciencia e intenta quitársela. 
Él la retira justo a tiempo. Will y Naya se encuentran a su lado, montando 
sus propios farolillos.



#11054 en Novela romántica

En el texto hay: amor, amistad, baloncesto

Editado: 04.01.2024

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