Las malas semillas

5

—¿Está muy herida, mamá? —preguntó la pequeña niña a su madre.

—Calla, Rose, no hables tan fuerte. El doctor ya está con la niña Cathy y ella estará bien —contestó Ellie.

John estaba entrando a la cocina para dejar un encargo cuando escuchó lo dicho. Inmediatamente supo de quién estaban hablando y fue como si le hubieran quitado todo el aire de repente.

—¿Qué pasa con Cathy? —preguntó él, asfixiándose.

—Tuvo un accidente —dijo la niña, mirándolo con preocupación.

John arrojó los troncos que cargaba en los brazos y se echó a correr hacia la mansión sin reparar en el grito de advertencia de Ellie a sus espaldas. El muchacho se apresuró escaleras arriba y cuando llegó al último peldaño, Ellie le gritó desde abajo:

—¡Espera! Annie está con ella en estos momentos, muchacho —intentó disuadirlo—. El doctor está revisándola. Sé que te preocupas, pero si entras tendrás problemas.

John aguardó en el umbral de la puerta, acariciando el pomo, debatiéndose con su fuero interno. Ellie llegó sin aliento a su lado y le puso una mano en el hombro. Parecía realmente angustiada por él.

—Muchacho, si entras ahí será la última vez que la veas.

Aquellas palabras hicieron volver al muchacho y por primera vez en la vida, Ellie lo abrazó con fuerza. John quedó petrificado y sus ojos ardían sin lágrimas.

—Podrás verla por la noche, cuando todos estén dormidos, pero ahora vuelve a tus deberes y yo te prometo que le diré a la niña Cathy que has venido a verla.

—Pero…

—Ella está bien, te lo prometo. Ahora vete, muchacho.

Aquel día pasó muy lento, torturando a John hasta fines irreconocibles. No lograba concentrarse en sus tareas y no podía dejar de mirar la ventana que daba a la habitación de Cathy, pero al final la noche siempre volvía.

Afuera ya había oscurecido y una lluvia veraniega caía sobre la Cumbre Amarilla cuando John se deslizó silenciosamente por la ventana de Cathy. «Aquí voy —se dijo—. Camino directo al sol y no me he quemado». La niña dormía, y por la expresión torturada de su rostro parecía que no estaba teniendo un sueño muy agradable.

Esa noche Cathy estaba soñando con una casa amarilla en ruinas y una tormenta blanca cayendo sobre las olas negras del mar, pero después se vio envuelta en un bosque. Ella estaba aturdida boca abajo sin poder moverse, con pies de nieve cayendo sobre ella, aplastándola con su peso y su frialdad.

A lo lejos se oyó un aleteo y el pájaro se fue volando de su lado. Cathy quería retenerlo, pero ni siquiera podía moverse o sentir miedo. Entonces se dijo que pronto todo acabaría de una vez, hasta que a lo lejos escuchó el motor de un auto. Un hombre se arrodilló ante ella y exclamó su nombre una y otra vez como una única y ferviente oración para después sacarla de la nieve y llevarla hasta la orilla de la carretera. El muchacho se llevó una mano a la oreja y gritó algo sobre una ambulancia. Cathy no podía verle la cara gracias a la luz del auto, sin embargo podía escucharlo; la suya era una voz conocida y amada.

—Theo —le susurró Cathy con los labios azules por el frío—, ya tengo que irme.

—¡Cathy! ¡Cathy! —gritó su amigo una y otra vez, sollozando, sabiendo que ella estaba a punto de marcharse de su lado.

Catherine despertó en medio de la noche cuando las lágrimas de Theo cayeron sobre su rostro. Cuando abrió los ojos todavía podía escuchar las sirenas de la ambulancia que se acercaban cada vez más y más y el lastimoso sollozo de Theo.

—¿Theo? —preguntó ella, mirando hacia la oscuridad y cuando se encontró con John, ella frunció el ceño, confundida.

La niña se incorporó violentamente y cuando lo hizo, el pinchazo de las heridas le nubló la vista. Le costaba respirar y se había puesto pálida de dolor. John la recostó de nuevo en la cama con delicadeza y le acarició el rostro, deseando poder robarse su sufrimiento.

—Todo está bien, Cathy, todo está bien —le canturreó.




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