Las malas semillas

7

Aquella tarde fue la más larga para John. Su jornada fue pesada y agotadora, bajo el quemante sol de otoño y no podía dejar de pensar a qué se refería Cathy. Al oscurecer, John se dio un baño, dejando el sudor y la tierra detrás y se puso el traje y los zapatos que Catherine le había regalado en la mañana. Cuando se miró al espejo ni siquiera se reconoció. Nunca había estado tan limpio o menos salvaje. Seguramente a Cathy le gustaría eso.

El muchacho estaba a punto de fumar un cigarrillo cuando llamaron a la puerta. Era Cathy, quien al verlo soltó una exclamación de sorpresa y lo besó en la mejilla.

—Feliz cumpleaños, John.

Pero él no respondió porque no podía dejar de mirarla. Ella estaba radiante y hermosa como un sueño, usando un bonito vestido de flores. Vino con un pastel que le había hecho y una horquilla en el cabello.

—Gracias —dijo él.

John se llevó una mano al pelo, el cual había peinado cuidadosamente hacia atrás y luego miró sus zapatos, incapaz de enfrentar a Cathy, pero ella lo tomó por la barbilla y lo obligó a levantar la vista.

—Nunca dejes de mirarme, John. Nunca.

Cathy dejó el pastel sobre la mesa y luego suspiró.

—¿A dónde iremos? —preguntó él, nervioso ante los brillantes ojos de Cathy.

—Sólo sígueme.

Al salir del bosque los esperaba el nuevo auto de Annie. Era un hermoso Dodge Wayfarer de color verde menta. John paró en seco su caminar y miró a Cathy como si ella se hubiera vuelto loca.

—No podemos. Ella podría enterarse —se negó John, preguntándose por qué Cathy no dejaba de sonreír con ojos luminosos.

—Pero fue ella quien me lo prestó.

—¿Qué? —preguntó él, incrédulo.

—Considéralo su regalo de cumpleaños.

Cathy se subió al auto y él no le quedó otro remedio que seguirla, muy a su pesar.

—Todo estará bien, John —lo tranquilizó—. Confía en mí.

Y John lo hizo.

La ciudad de Foemina quedaba a media hora de la Cumbre Amarilla. Para llegar cruzaron la verde ladera de la montaña Amethystina, con las aguas del lago Anagallis bajo ellos, todo azul y salvaje. Al llegar a Foemina, Catherine aparcó en la entrada de un salón de baile. El letrero anunciaba la participación de varios músicos de jazz y blues. John reconoció algunos nombres gracias a la radio, pero todavía parecía incómodo de estar en un lugar tan bullicioso y animado. Pero para la muchacha, aquel salón era lo más hermoso que había visto en su vida y le era difícil conservar la compostura a causa de la emoción. John podía sentir su vibrante electricidad ya que sus manos estaban entrelazadas y cuando entraron al salón, los sonidos de la banda los envolvieron, llenándolos de una aura mágica y poderosa.

—¿Puedes creer que estemos aquí? —dijo ella—. He deseado venir al salón de Foemina desde que tengo memoria.

Él la miró. Cathy fulguraba con las luces rosadas bailando sobre ella. Una sonrisa grande y luminosa enmarcaba su angelical y ruborizado rostro… John nunca la había visto tan feliz en su vida.

—Gracias, Cathy —susurró él.

Ella entrelazó su mirada a la de él. Su sonrisa se hizo más ancha. Dentro de ella, revoloteaban mariposas azules, o eso le pareció.

—¡Vamos a bailar!

Se abrieron paso entre el tumulto. El salón era amplió y de colores pálidos. El humo de los cigarrillos flotaba por encima de las cabezas de las personas. Las mesa y sillas estaban acomodadas alrededor de la enorme pista de baile. Y en el centro, en un grandioso escenario, la banda cantaba y tocaba, contagiando con su energía a los bailarines. Los jóvenes se colocaron lo más cerca que pudieron de la banda y se tomaron en brazos. John vaciló un momento. Por su rostro cruzó un gesto de preocupación.

—No soy un buen bailarín —admitió él, con el cuerpo tenso.

—Pues yo creo que eres un estupendo bailarín —dijo ella—. No mires a los demás, sólo mírame a mí. Mírame solamente a mí, John. Por favor.




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