Las malas semillas

8

El baile se convirtió en algo esencial en la vida de Catherine y John. Por lo menos una vez a la semana se escabullían a la ciudad y asistían a cada baile que podían. Algunas noches se escurrían en un teatro o salón sin pagar, en donde el blues o el jazz sonaba toda la noche y fue entonces cuando ambos muchachos se dieron cuenta que podían pasar una eternidad en los brazos del otro, bailando hasta el amanecer.

La Navidad llegó pronto ese año y toda la servidumbre tenía permitido festejar en la cocina de la mansión. Ese día Catherine había ayudado a preparar la cena e incluso Annie parecía animada, a pesar de que su salud estos días no era muy bueno.

Las hijas de Ellie habían llegado temprano para adornar la cocina con luces de colores y moños. En el jardín se habían colocado mesas con bonitos manteles y sillas para la cena. La cálida brisa tenía un ligero aroma perfumado y el cielo nocturno se encontraba perfectamente despejado.

Celia y Alice, las mujeres de la cocina habían preparado un pastel de moras azules y ponche de frutas. Ellie se había encargado de los bocadillos y de la comida. Martin, el encargado de los animales de la granja y de las cosechas, había traído una vieja radio de su casa, para poner a todo volumen un poco de jazz.

Catherine había comido con Annie en el comedor porque su tía no tenía muchos ánimos para festejar y después de eso, se fue a acostar temprano ya que comenzaba a sentir malestares.

—Que tengas una feliz Navidad, Cathy —le dijo su tía y luego subió a su habitación.

—Feliz Navidad, tía.

En cuanto Annie fue a acostarse, Catherine se dirigió al jardín. Todos los trabajadores de la Cumbre Amarilla que la habían visto crecer estaban allí, pero no John.

—¿Estás bien, niña Cathy? —preguntó Ellie a sus espaldas.

—Sí —respondió ella, pero sus ojos estaban fijos en un punto lejano del bosque—. Es sólo que… él me prometió que vendría esta Navidad.

La tristeza desapareció de su pecho cuando vislumbró a alguien emergiendo entre los árboles.

—Parece que tu sombra por fin ha llegado, Cathy —le dijo Rose, quien se encontraba a su lado.

John llevaba puesto el traje que Catherine le había regalado en su cumpleaños, el pasado dos de noviembre. Todos estaban asombrados porque nunca lo habían visto tan limpio o apuesto.

—Oh, Cathy —dijo Ellie, reteniéndola de la mano—. Aléjate de las personas rotas.

Pero ella continuó mirando a John y no dejó que el comentario le afectara, porque ella siempre se había sentido como una persona rota aunque intentaba aparentar lo contrario, por lo que en total tranquilidad se separó de las mujeres y llegó hasta su amigo.

—Hola, Cathy, feliz Navidad —dijo John, dedicándole una media sonrisa.

—Viniste —dijo ella, sorprendida.

—Te dije que lo haría, ¿no es así?

La luna estaba enorme y brillaba sobre ellos con su luz platinada. El aire era cálido y los animales del bosque cantaban alegremente una canción solamente para ellos dos.

—Feliz Navidad, John.

Los chicos se sentaron con la servidumbre y comieron la cena navideña, oyendo las charlas y risas, dedicándose miradas furtivas y con las manos entrelazadas bajo la mesa.

Todos en la mansión enmudecieron en cuanto Cathy y John se pusieron a bailar en el jardín al ritmo de una canción de Louis Armstrong en la radio. Nadie, en toda la Cumbre Amarilla había visto al chico sonreír ni mucho menos bailar con una elegancia que no parecía formar parte de él, sin embargo lo hacía y con una soltura sorprendente que los dejó atónitos.

Ellie y los trabajadores habían visto crecer a aquellas dos extrañas criaturas a lo largo de los años y el inevitable momento del que todos hablaban por fin había llegado.

—¿Qué será de ellos? —le preguntó Rose a su madre—. ¿Qué dirá Annie?

Ellie suspiró y sin dejar de mirarlos, le respondió:

—Déjalos que sean felices. Que por hoy la vida sea rosa.

 

 




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