Las copas de los árboles le susurraban palabras tristes, rasgado el cielo como un arpa y un animal se lamentaba en una esquina escondida con el llanto de un niño pequeño. Se podía escuchar a los perros de la mansión que gimoteaban y aullaban desconsoladamente. En su huida, los búhos y lechuzas se posaron sobre las ramas y entonaron una melancólica canción sólo para ella. Ese día cada hombre y bestia se encontraba de luto, sintiendo el extraño dolor de Catherine.
—¡Corre, Cathy! ¡Corre! —le gritaron el cielo y cada criatura del bosque.
«¿Hacia dónde?».
—¡Hacia la noche! ¡Hacia adelante! ¡Adelante! —la voz provenía de todos lados y de ninguno al mismo tiempo.
La luz de la luna y la voz llevaron a Cathy hacia su destino. Esa noche el puente de los lirios estaba extrañamente pacífico y las aguas del río Anagallis corrían, tranquilas y platinadas.
Dejándose llevar por el cántico salvaje del río, Catherine trepó sobre el puente de piedra, para después incorporarse cuidadosamente en la orilla. Abajo, a casi veinte metros de altura, el agua chocaba contra las afiladas rocas.
«Un día una niña se perdió en el bosque. Sólo había un puente para regresar y ella lo quemó», cantó una mujer en el bosque. La voz parecía ser de su propia madre, instándola a saltar.
«Ayúdame, por favor —pensó, febril por la angustia—. Siento que estoy siendo enterrada bajo quince pies de nieve pura y blanca».
Catherine dio un paso más hacia la orilla, sintiendo la piedra fría y húmeda. Había perdido los zapatos en el camino y sus dedos estaban sucios de tierra.
El viento la golpeó de todas direcciones y el agua no hacia otra cosa que mirarla con avidez contenida, esperando que se reuniera con su madre de nuevo. Las sombras se movían a su través de Catherine, centímetro a centímetro y todo lo que se oía era la guerra entre el agua y el puente cuando prorrumpió una voz detrás de ella.
—¡Cathy!
La muchacha se volvió sin aliento y con brusquedad, entornando los parpados para ver entre los árboles. Y allí, oculto entre las sombras perpetuas, se encontraba su cuervo. En sus ojos desmesurados y azules nadaba un pánico turbador.
«Aléjate de las personas rotas», le susurró el recuerdo de Ellie en el oído.
John salió lentamente de entre las sombras, alzando las palmas de las manos, en señal de rendición. Entonces la luna iluminó su cara maltratada. En su mejilla relucía la reciente herida, brillante y roja. A Cathy se le escapó un sollozo cuando contempló el daño que había causado.
«¿En qué me he convertido, mi dulce amigo? —quiso decirle—. Aléjate mientras puedas porque al final volveré a decepcionarte y a herirte».
—Creí que no iba a encontrarte, pero lo hice —dijo John. Su mirada volaba de Catherine a los pasos que los separaban. Su voz se encontraba extrañamente serena, pero oculta bajo esa tranquilidad fingida se podía escuchar su pánico creciente—. Tranquila, Cathy. Ya te encontré. Ahora dame la mano y baja de ese maldito puente. Baja… por favor… te lo suplico.
—Es mejor que esté muerta, John —gritó ella, ciega de dolor—. Mira todo lo que te he hecho.
El rostro de John se descompuso. Por primera vez en su vida dejaba en libertad sus verdaderos sentimientos sin temor a reprimirlos por completo.
—¡No digas eso de nuevo! Tú eres… yo… yo sin ti… Cathy, por favor… —tartamudeó. Su cara se encontraba lívida por la emoción.
El viento continuaba soplando, reclamando la joven alma de Catherine, pero John restó cuidadosamente la distancia que los separaba y extendió una mano blanca en su dirección. Lo único que ella quería en este maldito mundo era tomarla y recostarse junto al río con John para siempre.
—Ven a mí —le dijo ella, sin pensarlo, liberando así todo el anhelo que consumía su ferviente corazón.
—¿Qué? —John la miró frunciendo el ceño, sin comprender, pues avanzar hacia ella era lo único que estaba haciendo desde el comienzo. ¿Es que acaso nunca iba a entenderlo?