Las malas semillas

12

En el año de 1954 las Malas Semillas se reencontraron. Era invierno y John acababa de cumplir veinticinco años y Cathy veintiuno.

Ella no volvió durante tres años, por lo que John se convirtió en un ser violento y taciturno, además de que se había vuelto partidario a la bebida para olvidarla. El muchacho leía las cartas que le enviaba su amiga y con la misma velocidad con que lo hacía, las arrugaba y las confinaba a un cajón en donde todavía conservaba el mechón dorado.

En las cartas Catherine solamente le comentaba su avance en la escuela y lo que había aprendido con el tiempo e incluso el clima, pero no volvió a mostrarle sus sentimientos. Eran cartas vacías, sin alma, sin Cathy.

Un día de diciembre, John estaba en la cocina cenando junto a Ellie, quien mecía entre sus brazos el bebé de su hija mayor. El muchacho tenía la última carta de Cathy entre sus manos. La había leído al menos una docena de veces desde que la había recibido en la mañana y podía recitar el contenido de memoria.

 

Diciembre 12, 1945

Querido John, te informo que regresaré el día de Navidad. Mis clases han acabado y estaré allí para las fiestas, Annie ya me ha comprado el boleto de regreso. Los echo de menos a todos. Espero que te haya gustado tu regalo de cumpleaños, lamento haberlo enviado tan tarde.

Tuya, Cathy.

 

 

—¿Crees que Cathy me ha olvidado? —le preguntó a Ellie. El muchacho había perdido el apetito con sólo mirar el plato, a pesar de que había pasado una larga jornada en el campo y los brazos le temblaban por el esfuerzo emprendido.

Ellie acunó a bebé y después de dirigirle una mirada reprobatoria, negó con la cabeza.

—Si ella te hubiera olvidado como dices, no te escribiría tantas cartas —le dijo.

Él se sumergió en un silencio tormentoso.

—¿Qué ocurre, muchacho? —preguntó Ellie.

—Cuando ella regrese, no será la misma —murmuró. El cabello le ocultaba la mayor parte del rostro, dejando a la luz sólo una expresión torva y disgustada.

—Ahora tú eres el que habla tonterías. Ustedes dos tienen esa mala costumbre —se quejó la mujer por lo bajo, pues el bebé se había dormido finalmente.

—No son tonterías. Es la verdad. Cuando ella llegue… no será la misma.

—¿Por qué dices eso?

John no respondió en ese momento y tampoco lo hizo después, pero la verdad era que él sabía que la persona que le escribía las cartas ya no era su Cathy. Todas las noches el muchacho se arrepentía de no haber escapado con ella y se preguntaba en dónde estarían si tan sólo la hubiera escuchado. Pero tal vez cuando ella regresara podrían irse finalmente a Borago y empezar de nuevo. Aquella idea era lo único que lo mantenía a flote.

 

 

Catherine Azurea arribó a la Cumbre Amarilla la noche de Navidad. Era la primera vez que pisaba la mansión desde hace tres años y Annie había organizado una fiesta en donde invitó a todos los trabajadores de la Cumbre para recibir a su sobrina, e incluso a algunos habitantes de pueblo de Foemina.

Desde que Catherine se había machado, John no pensaba en otra cosa que no fuera en su regreso. Si le hubieran preguntado qué había hecho durante estos tres años, él seguramente no hubiera podido responder, pues todo ese tiempo le parecía haberlo vivido dentro de un sueño largo y espantoso. Pero por fin podría abrir la boca y respirar el aire fresco sin sentir que se asfixiaba con él y estaba a tan pocos pasos de poder hacerlo de nuevo. Tan sólo tenía que encontrar una cabellera dorada entre la multitud del salón y mirar unos ojos marrones.

Un día antes, Ellie le había cortado la maraña sucia de cabello (tarea que antes hacía Cathy por gusto) y se lo dejó arriba de los hombros, justo como a su compañera le gustaba. John se aseó y se puso el traje nuevo que Catherine le había regalado en su cumpleaños pasado. Al parecer ella no aprobaba que él se apareciera en la noche de su regreso con su ropa usual del trabajo.

Cuando llegó la noche y las sombras estuvieron de su lado, el muchacho se decidió a entrar a la concurrida mansión. Las enormes puertas de caoba se encontraban abiertas de par en par, para dejar entrar a la entusiasmada muchedumbre de pueblos aledaños, la cual pululaba por doquier como si se trataran de coloridos y ávidos insectos atraídos por la luz de las velas. Algunos individuos fumaban alegremente en el porche, junto a las flores. Otros sostenían copas de vino y charlaban entre ellos.




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