Las malas semillas

13

Si Catherine no hubiera tenido ningún día gris, jamás hubiera conocido a Henry una mañana otoñal.

Había pasado un año desde que ella había llegado a Nigella. Las pesadillas con el lugar gélido la atormentaban por la noche y por el día, el recuerdo de John se encargaba de cerrar el funesto círculo vicioso en el que se había convertido su vida.

 

22 octubre, 1952

Querido John, la melancolía me invade muy seguido, y con una enorme fuerza, pero la pintura me mantiene a flote. He pintado más retratos tuyos ahora que estamos separados que en todo el tiempo que estuvimos juntos…

 

Cathy aún conservaba la carta inconclusa que le había escrito a John hace dos años. Estaba perfectamente doblada y guardada dentro de su libro favorito.

Nigella era una ciudad hermosa y concurrida. Todas las noches las calles estaban llenas de vida y los salones de baile explotaban con música y luces. Los artistas de todo el mundo venían a la ciudad para inspirarse con los colores y de la magia de la ciudad.

Un día de otoño, Cathy pintaba un cuadro cerca del lago de la escuela. Esa tarde el lago se encontraba desocupado y era el lugar perfecto para pintar. La muchacha pasó una pincelada roja por el retrato de John. El resultado del cuadro era un rostro grotesco, mitad humano y mitad cuervo color azabache. Lo único que resaltaba eran sus dos esferas azules.

Catherine fumaba distraídamente, perdiéndose en lo azul de los ojos cuando una voz detrás suyo la sacó de sus cavilaciones.

—Dicen que el lago es el mejor lugar para pintar y al parecer la gente no se equivoca —comentó el joven, sobresaltando a Cathy—. ¿En qué está trabajando?

Cathy ocultó el cuadro con su cuerpo y enfureció. Sorprendentemente, su irritación pareció divertir al muchacho.

—No pretendía ofenderla, de verdad. Permítame darle esto. Tiene pintura en la mejilla —explicó él, ofreciéndole su pañuelo.

Ella lo miró con aversión.

—Tú también eres pintor. Deberías de estar acostumbrado —dijo ella, sin embargo, se limpió el rostro con el pañuelo que el muchacho tan amablemente le ofrecía.

—En realidad me dedico a los negocios por asuntos familiares, pero la pintura es mi pasión. Es por eso que ahora doy clases en Nigella.

Aquello sorprendió a Cathy porque el muchacho no parecía mayor que ella. Todos sus maestros eran gente entrada en años y bastante antipáticos y engreídos, sin embargo, el muchacho no aparentaba más de veintiocho años y lucía bastante jovial, como si nada le molestara en la vida.

—¿De verdad? —preguntó ella con escepticismo.

—Por supuesto, supongo que te dará clases el siguiente semestre.

Cathy guardó silencio, sin saber qué decir.

—Pintas un retrato. Supuse que eras paisajista —comentó él.

—No, no hoy —respondió ella.

—Entonces lo eres otros días… Normalmente adivinó la especialidad de mis alumnos, ¿sabes?

—No, ¿cómo podría saberlo?

Él río y Catherine se inquietó porque había sido una risa fresca y espontánea.

—Lamento no haberme presentado antes. Soy el profesor Henry Lee.

El apuesto muchacho le sonrió con franqueza. Sus ojos eran de un cálido color azul verdoso y tenía el cabello rizado corto y oscuro.

Una confusa Catherine observó con recelo la mano extendida del profesor, pero al final le devolvió el saludo y luego se acarició el brazo como si estuviera dolorida.

—Catherine Azurea.

—Es un gusto conocerte, Catherine.

Los ojos azules del cuadro parecieron quemarle la nuca. El pánico se extendió dentro de ella como una descarga eléctrica y de pronto el aire a su alrededor ya no fue suficiente.

—Tengo que irme, lo siento —susurró ella, guardando sus cosas y cerrando el caballete, pero Henry se lo impidió.




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