Las malas semillas

14

Era de madrugada cuando llamaron a la puerta. El destrozado joven se levantó torpemente de su asiento, dejando atrás la calidez de las llamas que bailaban en la chimenea. El fuego continuó crujiendo a sus espaldas para sisear luego de que abriera la puerta. Una brisa de aire gélido lo hizo apretar los dientes.

La muchacha desvalida y envuelta en un abrigo aguardaba del otro lado.

—¿Puedo pasar? —preguntó temblando.

Él gruñó una respuesta y se hizo a un lado. Ambos se quedaron petrificados en su lugar, mirándose por ratos. Al final, la muchacha se arrojó en su dirección cuando a él se le doblaron las rodillas. La botella cayó al piso y se hizo añicos, pero John logró mantenerse en pie con la ayuda de Cathy.

—¿Cuánto has bebido? —inquirió ella, colocándose bajo su brazo para encaminarlo hacia la alcoba. La pieza era un desastre. Había botellas tiradas por doquier. Las cortinas, viejas y polvorientas se encontraban torcidas y hechas jirones. El musgo comenzaba a crecer en el suelo y las paredes. Lucía como una casa habitada por un fantasma y el bosque comenzaba a reclamarla lentamente.

—Lo suficiente como para alucinar —musitó él, sonriendo de lado y mirándola trabajosamente. Los párpados comenzaban a pesarle—. Sé que no estás aquí en verdad. Este es otro sueño más…

—Soy real. Estoy aquí, contigo —refutó Cathy, mientras recostaba al muchacho en la cama y le quitaba los zapatos.

—No. No lo eres… —él negó fervientemente con la cabeza. El cabello le cubrió el maltratado rostro y su mirada se perdió en el cuadro que Cathy había pintado para él, para después susurrar en tono extraño y misterioso—: La única razón por la que me gustan los girasoles es porque ella se parece a uno… pero ahora mi Cathy está a cientos de millas de aquí… y sé que ella no volverá jamás. Tú… —la señaló con un dedo tembloroso— tú sólo eres un fantasma más.

—No soy una fantasma —sollozó ella, colocando las manos del muchacho en sus mejillas—. Tócame, soy real, John.

Él la miró fijamente, haciéndolo por primera vez. Una vez que separó la fantasía de la realidad y reconoció a la muchacha, sus ojos adormilados se abrieron desmesuradamente por la sorpresa.

—¿Cathy? ¿Has vuelto? —había más desesperación en sus facciones que alivio.

Ella asintió, incapaz de emitir palabra alguna, ahogándose con el nudo en su garganta.

—Pero… no quisiste que te tocara esta noche. ¿Qué cambió? —murmuró él, dolido, receloso aún de que todo fuera un sueño.

Catherine se tomó un momento para responder.

—Descubrí que no todo el mundo eras tú…, y sin embargo, te miro en estos momentos y no sé cómo pude pensar eso alguna vez.

John convocó a toda su fuerza para sentarse en la cama. La cabeza le daba vueltas y perdía la conciencia a intervalos irregulares. Lo siguiente que supo era que Cathy se había recostado a su lado, le acercaba un vaso de agua fresca a los labios y su mano le acariciaba dulcemente los cabellos negros, mientras le canturreaba una canción que solía cantarle cuando ambos eran más jóvenes y el dolor no existía.

Entre ellos surgió un silencio tranquilo y perfecto, pero él no pudo soportarlo más y lo arruinó sin desearlo realmente. La duda lo carcomía y no tardó en volverlo loco.

—¿Lo conociste en la escuela? —le espetó, alzando el rostro para mirarla. Cathy dejó de cantar. Su rostro palideció y se puso transido por la pena. Ella quiso levantarse de la cama, pero John la retuvo por el brazo y no se lo permitió—. ¡Contéstame, Catherine!

Ella lo fulminó con la mirada. John pudo advertir el fuego de la ira en sus ojos, así como la súbita ignominia que llegó después.

—Sí —susurró ella, derramando lágrimas por la emoción que la dominaba.

—¿Te pintó desnuda?

Ella se levantó de la cama, pero John la tomó por el brazo y la atrajo bruscamente hacia él. Cathy cayó de rodillas en la cama con la respiración agitada y el rostro sonrojado.




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